| ||
CALLE DE MONTELEÓN
Esta calle, que va desde la de Daoiz a la de
Jerónimo de la Quintana, lleva el nombre en recuerdo del palacio de
Monteleón y del posterior cuartel de artillería que sobre él se hizo,
cuartel que fue escenario, el 2 de mayo de 1808, de la heroica
resistencia del pueblo de Madrid contra la invasión francesa.
Se tienen noticias desde mediados del siglo
XVII de la existencia de un primer palacio o finca de Monteleón: aparece
dibujado en el plano de Texeira de 1656 y es citado en el episodio
histórico de la emboscada y graves heridas sufridas por Enrique IV en
las inmediaciones del convento de Maravillas, en 1639. Posteriormente, y
poco a poco, la finca va ganado en extensión. En 1690 anexiona terrenos
extramuros a la cerca que rodeaba al Madrid de entonces, la construida
en 1625 por Felipe IV, precisamente por la zona donde se abría el
portillo de Maravillas, y también añade parte de una quinta colindante,
la llamada del Divino Pastor. Es entonces cuando se derriba el primer
palacio y se construye uno nuevo.
Este segundo y suntuoso palacio de los
marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, descendientes
de Hernán Cortés, construido posiblemente por Churriguera, tenía algunos
edificios dependientes de él, una dilatada huerta y un primoroso jardín
que se extendía delante de su fachada principal, en el que había una
bella fuente de mármol con tres nereidas, sobre las que aparecía una
figura con casco sosteniendo las armas de la casa de Monteleón. Otro de
los adornos era una estatua de Neptuno, que se destacaba en el centro de
un gracioso arco. La escalera era tan magnífica que se la comparaba con
la del Escorial. Y sus techos estaban pintados por Bartolomé Pérez, que
encontró en ese trabajo la muerte al caerse de un andamio. En sus
estancias regias vivió la duquesa de Terranova, camarera mayor de la
reina María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II, y la reina
Isabel de Farnesio cuando ya era viuda de Felipe V.
En 1723 sufrió el palacio un pavoroso
incendio, que causo muchos estragos de difícil y costosa reparación. Y
en 1807, Godoy, primer ministro de Carlos IV, lo convirtió en parque de
Artillería. Además de los pertrechos y dependencias militares, alojaba
también el museo y las colecciones históricas y facultativas de
Artillería.
Un año después, a este centro castrense
acudieron los madrileños en busca de armas el memorable 2 de mayo y
aconteció su épica defensa ante los franceses.
A partir de 1869, sobre los restos de sus
ruinas se trazaron las calles de Monteleón, Ruiz, Malasaña, Galería de
Robles y prolongación de Divino Pastor, que para todo eso daba el
derribo.
La calle de Monteleón, que se mantiene
tranquila y con escaso tráfico, está dominada en su parte inferior por
la tapia trasera del convento de las Salesas Nuevas. Los comercios
tradicionales han ido desapareciendo; los últimos: la tasquita El Siglo,
Frutería La Serrana, Carnicería J. Nieto (todos ellos en el tramo entre
las calles de Divino Pastor y Galería de Robles), y una antigua
cacharrería y frutería en el número 24. Se mantienen la surtidísima y
concurridísima Librería Reno, en el nº 14, una fontanería y un taller de
restauración en el 11 y el luthier Benito Aguado en la esquina con la
calle de Malasaña. Frente a esta última esta Poplan una curiosísima
tienda especializada en adornos, regalos, muñequitos y curiosidades
retro que merece la pena visitar.
El tramo final de la calle, sin nada digno de
mención, está separado del resto totalmente por la calle de Carranza,
ya que no hay continuidad directa por carecer de paso de peatones.
Debería estar rotulado con otro nombre.
INDICE CALLE DE DAOIZ
Esta calle, que va desde la plaza del Dos
de Mayo hasta San Bernardo y era la antigua de San Miguel y San José y
después de Santo Domingo, lleva el nombre en memoria de Daoiz, que junto
con Velarde, el teniente Ruiz y tantos otros madrileños anónimos
defendieron el Parque de Artillería de Monteleón (antiguamente, palacio
de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova) en la
gloriosa jornada patriótica del 2 de mayo de 1808, primer día de la
Guerra de Independencia contra los franceses.
El capitán don Luis Daoiz, nacido en Sevilla
en 1767, y que ingresó como cadete en el Real Colegio de Artillería de
Segovia en 1782, fue herido mortalmente delante de la puerta de
Monteleón. Alcanzado por una bala en la pierna, quedó recostado sobre el
cañón que tenía a su lado y del que había ya disparado su última
metralla. Fue entonces cuando el general francés Lagrange cometió la
indignidad de ultrajar con groseras palabras al héroe caído, y ante la
débil defensa que hizo Daoiz blandiendo sin apenas fuerza su espada,
reclamó el apoyo de sus hombres, que lo atravesaron a bayonetazos.
Trasladado aún con vida a su casa en la calle de la Ternera, murió a las
pocas horas y fue enterrado junto con Velarde, muerto igualmente en
Monteleón, en la iglesia del ya desaparecido monasterio de San Martín
(en la plaza del mismo nombre). Sus restos reposan hoy, junto con los de
sus compañeros, en el monumento de la plaza de la Lealtad.
En el solar de Monteleón, cuyas tapias daban a
esta calle, se trazó en 1869, el nuevo barrio que forman las calles de
Malasaña, Monteleón, Teniente Ruiz, Galería de Robles, prolongación de
San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte de terrenos del
desaparecido convento de Maravillas, la plaza del Dos de Mayo.
Hoy la calle de Daoiz ofrece la
singularidad de no tener apenas casa de vecinos, si no es en el breve
tramo inicial en su acera derecha. De allí desapareció la antigua
Comisaría de Policía del distrito de Universidad, que muchos vecinos
añoran por la conflictividad del barrio los fines de semana.
Sigue la acera derecha, pasada la calle
de Monteleón, con uno de los laterales del convento de las Salesas
Nuevas, que tienen cedida una parte de sus dependencias (su antiguo
noviciado) a la residencia para mayores privada Dos de Mayo, con entrada
en la misma esquina. Allí estuvo antes la residencia María Auxiliadora,
para muchachas de Integración Social, regida por monjas salesianas.
En la acera de la izquierda, dominada en
tiempos por el desaparecido convento de Maravillas, vuelven a ella
fachadas laterales del colegio público Pi y Margall y del instituto Lope
de Vega.
El Pi y Margall (antes General Sanjurjo,
durante algunos años después de la Guerra Civil Escuela Municipal de
Sordomudos y al principio Escuela Modelo y Biblioteca Municipal), tuvo
su inicio de construcción en 1869, coincidiendo con la inauguración de
la plaza del Dos de Mayo, pero no se termino hasta 1885. Además de
terrenos del antiguo convento ocupa parte de una antigua calle, la de la
Cruz Nueva o Cruz del Rey, que unía la de La Palma y la hoy de Daoiz y
era la prolongación natural de la de Santa Lucía.
A continuación de la por aquellos
primeros años Escuela Modelo había otros dos centros docentes.
Inmediatamente, los llamados Jardines de la Infancia, escuela de
párvulos creada por el pedagogo alemán Fröebell, que fomentaba el
desarrollo de los niños mediante ejercicios, juegos y cantos al aire
libre. Ocupaba esta institución, inaugurada asimismo en 1885, los
terrenos donde hoy se levanta la ampliación del Instituto Lope de Vega,
terrenos que pertenecieron a la antigua calle de San Gregorio,
prolongación de la actual Costanilla de San Vicente. El otro centro era
la Normal de Maestros, abierta en 1839 en el antiguo palacio de
Montemar, edificio que en 1942 pasó a ser sede del Instituto Lope de
Vega.
INDICE CALLE DE VELARDE
Desde la calle de Fuencarral a la plaza del
Dos de Mayo, centro religioso, simbólico y patriótico del barrio, con la
parroquia de la Virgen de Maravillas, el Arco de Monteleón y las
estatuas de los héroes, va esta otra, que lleva el nombre de unos de
ellos: Velarde.
Don Pedro Velarde, nacido el 25 de octubre de
1779 en Muriedas de Camargo (Cantabria), de familia noble, ingresó en
el Real Colegio de Artillería de Segovia en 1793. Era capitán cuando, en
1808, junto con Daoiz, planeó un levantamiento militar y popular contra
los franceses. En el Parque de Artillería de Monteleón (antiguo palacio
de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova) dieron
entrada al pueblo amotinado y, uniéndose a ellos el teniente Ruiz, se
juraron morir en defensa de la Patria. Así fue, y España, los madrileños
y los vecinos del barrio de Maravillas los elevaron a la gloria de los
héroes nacionales. Murió Velarde de un pistoletazo que, a quemarropa, le
disparó un oficial de la Guardia Noble Polaca. Su cuerpo quedó
abandonado y, cuando lo recogieron con una escalera de mano, a modo de
parihuelas, para enterrarlo junto con el de Daoiz en la iglesia del ya
desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza del mismo nombre), se
hallaba enteramente desnudo, robado y ultrajado su uniforme. Sus restos
reposan hoy, junto con los de sus compañeros, en el monumento de la
plaza de la Lealtad.
La novia de Velarde, María Beano, que vivía
en la calle del Escorial, al oír las primeras noticias del encierro de
su amado en Monteleón, salió corriendo hacia allí y, desafortunadamente,
una bala perdida segó su vida a pocos pasos del convento de Maravillas.
Antes de formarse la plaza del Dos de
Mayo en 1869, en terrenos del antiguo Parque de Artillería y del
convento de Maravillas (ese mismo año habían sido expulsadas las mojas
carmelitas), esta calle y la de Daoiz formaban una sola, que al
principio se llamó de San Miguel y San José y luego de Santo Domingo.
Los nombres actuales se pusieron en 1834.
La calle de Velarde, que durante el día es
testigo de una convivencia vecinal tranquila y amable, durante la noche,
sobre todo la de los fines de semana, se transforma y sufre la invasión
de una juventud ruidosa, bebedora, jaranera e incontrolada que atesta
la infinidad de locales de copas abiertos por la zona, de los que es
paradigma La Vía Láctea. Se creó en 1979 en una antigua carbonera, y
desde el principio se convirtió en punto de encuentro de lo más granado
de la movida madrileña, lugar de peregrinaje de artistas e
intelectuales del mundo alternativo. Era el “templo de la modernidad”.
El tiempo ha pasado, pero parece que por él no lo ha hecho. Cuando se
entra en este local, todo sigue igual. Incluida la música: rock and
roll, punk y temas de las décadas de los 50, 60, 70… Sin duda, se trata
de uno de los bares de copas míticos de la zona de marcha de Malasaña.
De las pequeñas tiendas o locales
tradicionales, de toda la vida, más vale entonar un “réquiem”, pues
inexorablemente han ido poco a poco cerrando sus puertas la mayoría.
Desaparecieron entre otros: Confecciones Haro, en la esquina con la
Corredera, comercio especializado en ropa de caballero; la lechería y
panadería de la señora Tomasa, en el número 1 (el comercio actual ha
mantenido sus vetustos cierres de madera); Droguería y Perfumería Sanz,
en el nº 3; los viejos bares Casa Eladio, en el 4, y Velarde, en el 11;
la minúscula panadería Pan y Bollos, en el 6; la tienda de ultramarinos
La Ciudad de León, en el 14; la Cristalería Gutiérrez, en el 13, que
posiblemente era el local más antiguo de la calle, con las vigas y
pilastras de madera al descubierto, y Pinturas Pegar, justo enfrente,
en el nº 22.
Sí se mantienen: la peluquería mixta El
Traskilón, la Tapicería Gonzalo y la marisquería y cervecería El Puerto.
Dios tenga a bien conservarlos.
INDICE CALLE DE RUIZ
Esta calle, que va desde la plaza del Dos
de Mayo a la de Sandoval, fue abierta como todas sus aledañas a través
de los terrenos del antiguo palacio de los marqueses del Valle, duques
de Monteleón y de Terranova, luego famoso Parque de Artillería de
Monteleón inmortalizado en la gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808.
En 1625, en tiempos de Felipe IV, al
construirse la última cerca que rodeaba Madrid, existía una pequeña
puerta, el portillo de Maravillas, que aproximadamente estaba situado en
la hoy unión entre las calles de Ruiz y de Galería de Robles. Luego, al
ir aumentando la extensión de la finca de Monteleón y trasladarse la
cerca a la actual calle de Carranza, el portillo desapareció.
En 1869, después de derribada la cerca,
en el solar de Monteleón se trazaron las calles de Ruiz, Malasaña,
Monteleón, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor
y, también, con parte de terrenos del convento de Maravillas (ese mismo
año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza del Dos de
Mayo. La inauguración se produjo el día 2 de mayo con un discurso del
alcalde tercero, don Manuel Becerra, al pie del monumento a Daoiz y
Velarde, que había sido trasladado desde su emplazamiento entonces junto
a la entrada del Museo del Prado a la confluencia entre las calles de
Ruiz y Carranza.
Este grupo escultórico, realizado por Antonio
Solá en 1822, antes de lo ahora citado estuvo primero en un parterre
del Retiro, en 1875 regresó nuevamente a la entrada del Museo del Prado,
en 1901 se emplazó en la glorieta de Moncloa, y finalmente, tras la
Guerra Civil de 1936-39, bajo el Arco de Monteleón.
Don Jacinto Ruiz Mendoza, nacido en Ceuta en
1770, ingresó en el ejército como cadete en 1795. En 1801 era
subteniente de Voluntarios del Estado y, en 1807, teniente. Esa
graduación tenía cuando a su cuartel, un viejo caserón en la calle de
San Bernardo esquina a San Hermenegildo y a Montserrat, acudió el
capitán de Artillería Pedro Velarde, el memorable 2 de mayo de 1808, a
pedir refuerzos para la defensa del Parque de Artillería de Monteleón.
El coronel don Esteban Giráldez, marqués de Palacio, dispuso entonces
que saliera con ese fin una compañía al mando del capitán Rafael
Goicoechea, en la que figuraba como teniente Jacinto Ruiz.
Llegados a Monteleón en el momento en que
Daoiz y Velarde hacían el juramento de morir en defensa de la
independencia española, Ruiz unió su espada a la de ellos. Herido
gravemente en la lucha, y después de largos y penosos sufrimientos,
murió a consecuencia de ello en Trujillo (Cáceres), el 16 de marzo de
1809. Allí había sido llevado y escondido por sus amigos para que no lo
fusilasen convaleciente.
Al héroe don Jacinto Ruiz, cuyos restos
reposan junto a los de sus compañeros en el monumento de la plaza de la
Lealtad, Madrid le dedicó esta calle y una estatua, realizada en 1891
por Mariano Benlliure, actualmente colocada en la plaza del Rey.
En la calle de Ruiz, como en tantas otras del
barrio de Maravillas, han ido desapareciendo sus locales tradicionales o
sus pequeños establecimientos de alimentación, enfrentados en una
desigual competencia con las medianas y grandes superficies comerciales,
y que se mantuvieron hasta que la ilusión, la salud —o incluso la vida—
acompañó al dueño a la espera de un buen traspaso o de la venta o
alquiler del local.
Siguen en la brecha: el restaurante bar
Cabreira, con parte del antiguo local traspasado a otro restaurante,
Fragua de Sebín, regentado por los mismos propietarios del bar de al
lado, El Pico, de tan larga trayectoria en el barrio. Comparten todos
una soleada y amplia terraza que se extiende por el primer tramo de la
calle, cerrado al tráfico, y que es casi una continuidad de la plaza del
Dos de Mayo.
En el número 11 se encuentra el Café de Ruiz,
lugar de culto de la llamada "movida madrileña", abierto en 1977 y
pionero en reuniones de corte intelectual y poético.
Un poco más arriba, el Mesón Andino, de carta
exótica pero ya casi mítico en el barrio, donde muchos de los que
acuden los fines de semana preparan el estómago para lo que pueda
ocurrir por la noche.
Enfrente, en una antigua bodega, La Tarde
de los Libros, local en semi-sótano para perder un buen rato en la
busca de libros de segunda mano y descatalogados.
Continúa la calle hasta la de Sandoval, pero
al igual que ocurre con su paralela Monteleón, el cruce de la calle de
Carranza rompe totalmente la continuidad. Al final de este tramo se
encuentra un Centro de Salud especializado en planificación familiar y
en enfermedades de transmisión sexual; es el antiguo dispensario
Martínez Anido, construido en 1928 por Ricardo Macarrón, que presenta
una curiosa fachada esgrafiada en un bello edificio art decó.
INDICE GALERÍA DE ROBLES
Ninguna de las guías de Madrid, antiguas o
modernas, indican cuál es el motivo u origen del nombre de esta calle.
Sí se sabe que fue abierta, como sus vecinas, en el solar del antiguo
palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova,
luego famoso Parque de Artillería de Monteleón inmortalizado en la
gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808.
Existe tradición oral entre los vecinos de la
calle de su posible urbanización, nada más terminar la contienda con
los franceses, como galería, acceso o pasaje estrecho a unos talleres de
fundición instalados en parte del solar ruinoso del antiguo cuartel.
Tal vez su dueño tuviera el apellido Robles. O tal vez, como algunos
suponen, el nombre le viene por estar abierta sobre los jardines del
antiguo palacio, en el que se conjetura la posible existencia de algunos
robles.
Sí es seguro, que al amparo de la
fundición citada y de otra situada en la hoy calle de Carranza, los
Tubos de Sánford, se establecieron por aquí numerosos artesanos del
hierro (chisperos) que procedían de los barrios de San Antón y
Barquillo.
También es cierto que en estos años
anteriores a la urbanización general de todos los demás terrenos que
pertenecieron al Parque de Artillería, y que empezaron a partir de 1869,
la actual Galería de Robles tenía carácter privado, y una fuentecilla
manaba en la desembocadura en la hoy calle de Monteleón. En los planos
del citado proyecto de urbanización general no aparece su trazado, tal
vez por considerar los promotores que estos primeros asentamientos
serían derribados, que no fue así por la quizá oposición de sus vecinos.
Hoy, la Galería de Robles, recoleta y con
tráfico casi nulo, intimista, acogedora, remodelada y repintada, luce
sus bellos edificios típicos del Madrid del XIX y principios del XX:
fachadas enfoscadas, reticuladas, contrastando con los preciosos aleros y
con el blanco de cornisas, estucos y enmarcamiento de balcones, en los
que se aprecian en algunos ornamentaciones de tipo mitológico.
Poco ambiente comercial tiene la calle, sólo
el Ajenjo Café, nacido a imitación de su vecino Café de Ruiz, a la
vuelta de la esquina, y el luthier Alejandro de la Fuente, que ocupa un
antiguo taller de ebanistería.
INDICE CALLE DE SAN ANDRÉS
Desde la placita de Juan Pujol hasta
Carranza va esta calle, que hasta 1869 sólo llegaba aproximadamente al
número 36 actual, por donde se encuentra una de las entradas al parking
subterráneo en los bajos del edificio Vips Fuencarral. Dice la tradición
que el nombre procede de un antiguo santuario dedicado al apóstol que
había por estos lugares. Y otra, que a un capitán de las tropas de
Felipe V, que había estado en la batalla de Almansa y arrebatado una
bandera con la cruz de San Andrés a las tropas del archiduque Carlos de
Austria, pretendiente al trono de España, el rey, agradecido, le dio un
terreno en esta calle para que edificase su casa. Y la calle, que hasta
entonces no había tenido nombre, empezó a conocerse como de San Andrés.
Frente al Parque de Artillería de Monteleón,
antes suntuoso palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y
de Terranova, descendientes de Hernán Cortés, que daba a esta calle,
vivía la infeliz bordadora Manuela Malasaña, que contando diecisiete
años, y por habérsele encontrado en la faltriquera unas tijeritas
propias de su oficio cuando regresaba a su casa el día 2 de mayo de 1808
—se había prohibido todo tipo de armas tras el levantamiento popular de
unas horas antes en el parque de Artillería y en otros lugares de
Madrid—, fue fusilada por los franceses al caer la noche, en represalia
por los hechos acaecidos.
Otra vecina al parecer de esta calle,
Benita Pastrana, también de diecisiete años, que acudió a Monteleón al
saber herido a su novio, Francisco Sánchez Rodríguez, fue alcanzada por
un disparo cuando ayudaba a llevar munición al cañón que defendía el
teniente Ruiz. Conducida por los hermanos do la Congregación de la
Misericordia a la enfermería de la Venerable Orden Tercera de San
Francisco, murió el 1º de Julio. Y vecinos igualmente de esta calle y
muertos a causa de las heridas recibidas en aquella gloriosa jornada
fueron Antonio Gómez Mosquera, de veintisiete años, y Julián López
García, de sesenta.
En el solar de Monteleón se trazó en 1869 el
nuevo barrio que forman las calles de Malasaña, Monteleón, Teniente
Ruiz, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y,
también, con parte de terrenos del desaparecido convento de Maravillas
(ese mismo año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza
del Dos de Mayo.
Aunque han desaparecido muchos locales
tradicionales, aún se conservan algunos y otros nuevos han venido a
sustituir a aquellos, de tal manera que la calle de San Andrés, antigua y
casi pueblerina, es una de las más bulliciosas del barrio.
En el primer tramo, junto a la plaza de
Juan Pujol —conocida por todos como El Rastrillo (de Maravillas), pues
allí se instalaba todos los domingos una miniatura del Rastro madrileño
que permaneció hasta finales de los 60 del siglo pasado— nos encontramos
con Camacho, un bar acogedor, típico de barrio y lleno siempre de
parroquianos. Son una delicia sus anchoas de salazón, sus pepinillos en
vinagre, sus tapas de todo tipo y su vermut de grifo. Ha sido premiado
por la Cámara de Comercio e Industria de Madrid por su antigüedad y por
conservar su antigua decoración.
Se cierra este primer tramo con la
desaparecida tienda de comestibles Doña Francisquita, ahora en manos de
los chinos y alterada su clásica fachada de madera en los comercios de
este tipo. Enfrente estuvo una droguería llamada La Flor del Olivo.
En el segundo tramo, en una vetusta
caseja de sólo dos plantas que aún se conserva en la esquina con la
calle de San Vicente Ferrer, estuvieron Los Gallegos, una gloriosa tasca
regentada por un matrimonio de esa región, que vivían en la parte de
arriba. Aquí trabajaron durante toda su vida y aquí se hicieron mayores.
Luego estuvo el mítico pub Jazz Madrid, el que tanto tiempo fuera
"afterhours" roquero del barrio. La antigüedad de tal casa lo demuestra
una pequeña placa de rotulación con la inscripción "Visita G, casa 14".
Estas placas se ordenaron poner a partir de 1740 por la Visita General
de la Regalía de Aposentos, visita o inspección destinada a controlar
los sitios habitables para la recaudación de impuestos, y por cuyo
motivo fue la primera vez en Madrid que se rotularon calles y se
numeraron casas y manzanas. Como este sistema estuvo en vigencia hasta
1835, es de suponer que la existencia de la casa de Los Gallegos sea
anterior a ese año.
En la otra esquina, la famosa farmacia de los
Laboratorios Juanse, abierta en 1892, con su preciosa y castiza
fachada de azulejos anunciando sus preparados, entre ellos el Diarretil,
con un niño con el culo en pompa, obra del ceramista cordobés Enrique
Guijo. Todo un lujo para las aceras del barrio que algunos graffiteros
cutres no han sabido entender.
Desapareció en la encrucijada con la
calle de San Andrés la fábrica de hielo La Industrial (1928),
afortunadamente conservada su fachada almenada de ladrillo y recuperado
su interior para viviendas. Y también una antiquísima barbería en cuya
puerta rezaba, grabado en el cristal, el rótulo: "Se aplican
sanguijuelas", reminiscencias sin duda de otras épocas en las que los
barberos, que también actuaban como sacamuelas y sanadores, utilizaban
este método curativo de manera habitual,
Siguiendo en dirección a la plaza del Dos de
Mayo, desapareció de la esquina de Palma la tienda de material eléctrico
Puerta y Soto. Permanece, y ya es casi todo un clásico a pesar de su
relativa modernidad, Pepe Botella, café con esencia a años cuarenta y
cincuenta. Cerró en 1999, frente a la plaza, El Maragato, una mínima y
económica tasquita y casa de comidas abierta en 1871 y ahora
afortunadamente abierta y renovada aunque con otro nombre. Y fue abatida
por la piqueta la vieja casona que albergaba el horno y despacho de pan
Divino Pastor, en la esquina de la calle de ese nombre.
En el número 38, desapareció El Gallo, mesón
con solera y encanto; en el 29, la Granja de San Antonio, que en su día
vendió leche a granel, y en la esquina con la calle de Malasaña el Bar
Bremen, sustituido ahora por Casa Maravillas, un bar excelentemente
decorado con motivos y anuncios antiguos.
En la otra esquina de Malasaña se levanta el
Teatro Maravillas, totalmente renovado. Sustituye a uno antiguo
clausurado por el Ayuntamiento en 1999 por deficiencias en sus sistemas
de prevención y extinción de incendios y demolido en 2002. El primitivo
fue inaugurado en 1886 con la obra Las hijas de Zebedeo de
Ruperto Chapí. A partir de 1919, y durante dos años cambió su nombre por
el de Madrid Cinema, y durante las décadas siguientes alternó funciones
de cine y teatro. En él actuó por última vez en Madrid, en 1922, la
famosa actriz trágica francesa Sarah Bernardt. Tras la Guerra Civil, el
teatro se especializó en el género de la revista.
Y frente al teatro se encuentra El
Parnasillo, café y bar de copas de corte intelectual y poético, resto
glorioso y lugar de culto de la "movida madrileña". Su decoración a la
antigua, con un aire entre parisino y español, frescos en las paredes y
lámparas tintineantes invitan a la conversación amable y relajada.
CALLE DEL DIVINO PASTOR
Como se aprecia en el plano de Texeira de
1656, la actual calle del Divino Pastor era un callejón sin salida y sin
nombre para el servicio interno de la amplísima quinta de Carrillo,
ministro de Felipe III, que ocupaba toda esta zona norte de Madrid. Y a
la altura de esta hoy calle, pero en la de Fuencarral, se abría la
puerta de los Pozos de la Nieve, en la cerca que rodeaba Madrid
construida en 1625. Se llamaba así la puerta por hallarse junto a unos
pozos para almacenar nieve situados en aquel paraje.
Hacia finales del siglo XVII, la quinta de
Carrillo fue incendiada, y, al anexionar en 1690 parte de sus terrenos y
otros extramuros la finca y palacio de Monteleón (marqueses del Valle,
duques de Monteleón y de Terranova, descendientes de Hernán Cortés), se
modificó el trazado de la cerca, la puerta de los Pozos de la Nieve pasó
a situarse en la hoy glorieta de Bilbao y se abrió la calle que
tratamos, que sólo llegaba hasta la de San Andrés, con el nombre de
Divino Pastor. Era la forma con la que se designaba también a la quinta
de Carrillo por una pintura, representando a Jesús con una oveja sobre
sus hombros, que había en la puerta de entrada a la propiedad. Todas
estas modificaciones se pueden apreciar en el plano de Espinosa de los
Monteros de 1761.
En 1869, al derribarse el palacio y luego
Parque de Artillería de Monteleón, glorioso escenario del levantamiento
popular contra los franceses el 2 de mayo de 1808, se prolongó la calle
hasta la de San Bernardo.
Al amparo de la iglesia y del conjunto de
edificios del la RR. Hijas de María Inmaculada (monjas del Servicio
Doméstico), que ocupan dos antiguos palacios del Conde de Vistahermosa,
el primer tramo de la calle se mantiene tranquilo y casi solitario. En
la esquina con Fuencarral, la tienda de ropa de casa La Mariblanca cedió
parte de su antiguo y amplio espacio a otro local de una cadena de
panadería y bollería. Al lado se abre La Divina, una taberna todo
terreno con amplia clientela entre los vecinos del barrio y foráneos los
fines de semana. Desapareció en la esquina con San Andrés la vieja
casona del siglo XIX que albergaba el horno y despacho de pan Divino
Pastor. Y permanece la vieja fontanería Aguirre en el número 6, abierta
desde 1920.
En las esquinas con la calle de Ruiz, se
abren el bar El Pico, de larga trayectoria en el barrio, y, de los
mismos propietarios que el bar, el restaurante La Fragua de Sebín.
En este tramo, desaparecieron: un
zapatero remendón y una minúscula tienda de electricidad, en el nº 23;
el Cine Alhambra, de sesión continua, en el 25; la mercería Aurora y
una antigua vidriería y fontanería, en el 27, y el Bazar de Doña Pila,
de fachada deliciosa y colorista, con menaje y mercancías artesanas y
populares. Permanecen Isadora, dedicado a la gran bailarina
estadounidense Isadora Duncan, con sabor añejo e intención de recobrar
la tranquilidad de los viejos cafés; Ars-31, tienda de regalos y
productos exóticos, y la espartería y alpargatería Antigua Casa Crespo,
fundada en 1863, famosísima, en la que hay que guardar hasta cola cuando
empieza la primavera para comprar alpargatas, y que surte a la misma
Casa Real.
El último tramo, hasta San Bernardo, está
dominado en su acera izquierda por la tapia de la huerta del convento de
la Salesas Nuevas.
INDICE QUINTA DE CARRILLO
Ocupando una amplísima zona comprendida
entre las calles de Fuencarral, Velarde (entonces de San Miguel), Ruiz
(San Pedro Nueva) y una línea imaginaria por el norte que pasara
aproximadamente por el actual pasaje de acceso al aparcamiento en los
bajos del edificio Vips Fuencarral, estaba en el siglo XVII la quinta de
Fernando Carrillo, magistrado y ministro de Felipe III, que lucho
contra la corrupción en el gobierno del Duque de Lerma.
La finca, magnífica por su frondosidad y
embellecida con rejas, fuentes, estatuas y hasta dotada de un pozo de
nieve particular, era también conocida como quinta del Divino Pastor por
tener en la puerta del casón palacio, al fondo de una bella alameda,
una pintura que representaba a Jesús con una oveja sobre sus hombros,
alumbrada con dos farolillos de aceite. Constituía su terreno en aquel
tiempo la parte más al norte de Madrid, pegando a la cerca construida en
1625 que rodeaba la ciudad.
Una de las puertas de la cerca, las de
los Pozos de la Nieve, se encontraba por aquel paraje, y un pequeño
portillo, el de Maravillas, se abría aproximadamente en lo que hoy es la
calle de Ruiz. Todo esto se puede apreciar en el plano de Texeira de
1656.
Y dice la tradición que hacia aquel lugar,
angustiada, llegó una noche una joven, que seducida por un villano,
había abandonado su casa para ir a reunirse con su amado. Su padre,
atribulado por la ausencia, la buscó por todas partes, y en el
monasterio de la Encarnación recibió de su priora el enigmático mensaje
de que su hija no estaba perdida, que se encontraba en la senda del
Divino Pastor. Así sucedió, pues la muchacha no encontró a su seductor, y
engañada y desesperada, no atreviéndose a volver a casa, se perdió por
aquellos parajes solitarios en las afueras de la ciudad. Allí,
esquivando fijar sus ojos en el retablillo que tenía delante, su
ansiedad va en aumento, oye el crujido de una noria y, fuera de sí,
enloquecida, decide tirarse al pozo... No hay otra salida... Pero..., se
resiste, va arrastrándose de un lado a otro, su mirada se eleva y, sin
querer, atraída por la luz de las lamparillas, se fija en la sagrada
imagen del Divino Pastor y rompe a llorar. ¡Está salvada! Al poco, unos
perros empiezan a ladrar y una fuerte luz ciega sus ojos: era la mujer
de uno de los hortelanos que con un farol había salido al sentir que
alguien rondaba la huerta.
La quinta de Carrillo fue incendiada,
dicen que por enemigos creados por su condición de magistrado, siempre
opuesto a las prerrogativas de los grandes, y ardió durante cinco días.
Sobre sus ruinas se formaron unos corrales, y luego parte de los
terrenos junto con otras extramuros pasaron en 1690 a poder de los
poderosos duques de Monteleón, dueños de la finca y palacio colindante.
Es entonces cuando la cerca se desplaza a la actual calle de Carranza,
desaparece el portillo de Maravillas, la puerta de los Pozos de la Nieve
pasa a la hoy glorieta de Bilbao y se abre como vía pública la antigua
alameda, a los pies de la antigua quinta de Carrillo, con el nombre de
calle del Divino Pastor, entre la de Fuencarral y la hoy de Ruiz
El palacio de Monteleón, luego famoso Parque
de Artillería, quedó inmortalizado en la gloriosa jornada del 2 de mayo
de 1808. Y sobre su amplio solar se trazó en 1869 el nuevo barrio que
forman las calles de Malasaña, Monteleón, Teniente Ruiz, Galería de
Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte
de terrenos del desaparecido convento de Maravillas (ese mismo año
habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza del Dos de Mayo.
ruinoso
INDICE MONJAS DEL SERVICIO DOMÉSTICO
En la esquina de la calle del Divino
Pastor con la de Fuencarral se alza la iglesia, convento, residencia
femenina y colegio (éste con entrada por la calle de San Andrés) de las
RR. Hijas de María Inmaculada, más conocidas como monjas del Servicio
Doméstico. Fue fundado este instituto religioso por santa Vicenta María
López y Vicuña en 1876 para atender y acoger a las sirvientas enfermas,
sin trabajo, y a las que acudían por primera vez a Madrid, sin
preparación, indefensas y expuestas a los peligros de la gran ciudad.
Hoy su labor está muy generalizada.
En 1886 vinieron al barrio de Maravillas y
establecieron su casa-madre en un palacio que Martín López Aguado, en
1853, había construido para el conde de Vistahermosa, y en 1898 lo
completaron con otro, también de Vistahermosa, contiguo al anterior y
con lateral a Divino Pastor.
Coincidiendo con esta segunda compra, el
arquitecto José Marañón construyó la antigua residencia del Servicio
Doméstico en la calle de San Andrés y se añadió un piso a los palacios;
en 1907, Daniel Zabala levanto una pequeña capilla con cripta en los
jardines interiores, y en 1925, el mismo Zabala edifico la iglesia
neogótica actual, en terreno del jardín del segundo palacio, y alineó
toda la fachada de Fuencarral.
La iglesia quedó muy maltrecha después de
la Guerra Civil. El retablo primitivo era de caoba, con dos grandes
columnas talladas en los laterales. En él además de la Virgen y las
imágenes de San José y San Ignacio, había dos relieves a ambos lados que
representaban la Anunciación, y cuatro ángeles coronaban el conjunto.
El actual, como lo fuera el primitivo, es obra de los talleres de Félix
Granda.
Murió la fundadora en 1890 y fue canonizada
por Pablo VI en 1975. En un retablo lateral del templo, bajo el ara, se
conserva su cuerpo incorrupto.
INDICE PALACIOS DE VISTAHERMOSA
En 1853, el entonces arquitecto mayor de
la Villa, Martín López Aguado, construyó en la calle de Fuencarral, a
partir de la esquina con Divino Pastor, tres suntuosos palacios para el
conde de Vistahermosa y sus hijos. Desgraciadamente, el tercero
desapareció al construirse en su solar el colegio de los Sagrados
Corazones y luego el edificio que alberga el Vips Fuencarral. En cambio,
gracias a que las RR. Hijas de María Inmaculada adquirieron los dos
primeros, hoy podemos apreciar sus magníficas arquitecturas.
El palacio de Fuencarral 99, fue el primero
que compraron las religiosas en 1886 para albergar la casa-madre, y en
1898 lo completaron con el del número 77, contiguo al anterior y con
lateral a Divino Pastor. Más adelante, en 1925, el arquitecto Daniel
Zabala levantó la iglesia neogótica actual en el chaflán, en terreno del
jardín, y alineó toda la fachada de Fuencarral.
A don ángel García Loigorri, conde de
Vistahermosa, teniente general del Ejército, presidente del Consejo
Supremo de Guerra y Marina, senador vitalicio en las Cortes y alcalde de
Madrid en el período 1847-48, que ocupo el palacio esquinero hasta que
Isabel II fue destronada por el Gobierno revolucionario de 1868, la
Villa le debe la entonces considerada moderna pavimentación con
adoquines y el alumbrado mediante farolas de gas. Su retrato se puede
contemplar en una de las salas de la casa de Cisneros, en la plaza de la
Villa.
Tras el exilio del conde de Vistahermosa, el
palacio fue una de las residencias que en Madrid tuvo el intrigante
duque de Montpensier, don Antonio María de Orleans, casado con la
infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II.
El duque, que había colaborado en el
derrocamiento de su cuñada, presentó su candidatura con el apoyo de los
unionistas, pero pronto vio malogrados sus deseos al matar en duelo, en
1870, a Enrique de Borbón, hermano del ex-rey consorte francisco de
Asís. El 16 de noviembre de 1870, reunidas las Cortes Constituyentes, de
entre todos los aspirantes a la corona española salió elegido por 191
votos, don Amadeo de Saboya, duque de Aosta; Montpensier sólo obtuvo 27.
Después de la renuncia al trono del duque de
Aosta, de la proclamación de la Primera República y de la restauración
de la Monarquía con el rey Alfonso XII, el palacio del conde de
Vistahermosa fue ocupado por un opulento personaje Alfonsino, don Fermín
Lasala, duque de Mandas, que solía celebrar grandes fiestas a las que
acudían la nobleza y personalidades relevantes de aquella época.
María de las Mercedes de Orleans, hija de los
duques de Montpensier y luego primera y malograda esposa de Alfonso
XII, pese a que su infancia transcurrió en Sevilla, lejos de la
atmósfera insidiosa de sus padres, es muy posible que pasara alguna
temporada en Madrid, en el palacio de la esquina de Divino Pastor. La
boda con su primo Alfonso XII en 1878, a pesar de la inicial oposición
de Isabel II y de ciertos sectores políticos —se pensaba en las
actividades poco recomendables de su padre—, encantó y llenó de júbilo a
las gentes, que crearon una aureola romántica en torno a la pareja,
engrandecida por el desgraciado fallecimiento de la reina a los seis
meses, víctima de unas fiebres tifoideas. Madrid se sobrecogió con la
noticia, y pronto empezó a escucharse una desgarradora canción infantil:
Nada más entrar por la puerta de la
residencia para señoritas María Inmaculada, en la calle de Fuencarral, y
atravesar la amplia y moderna portería nos encontramos con el magnífico
zaguán del primer palacio que compraron las monjas, del que arranca una
escalera, perfectamente conservada, con peldaños de madera y
balaustrada de hierro. El resto de este palacio ha sido modificado para
residencia de las monjas. Sólo se conserva, convertido en oratorio, el
gabinete que ocupó la fundadora del instituto religioso, Santa Vicente
María López y Vicuña, los últimos años de su vida, con el arca que
guardo sus restos incorruptos a manera de altar.
En este zaguán aludido, se ha practicado
una comunicación, a través de una excelente puerta, con el del otro
palacio, el esquinero. Y si aquel era magnífico, éste asombra por su
deslumbrante y recargada decoración en paredes y techos, con abundancia
de molduras, arcos, cornisas, relieves y figuras de estuco
minuciosamente coloreadas o doradas.
En un lateral se abre la puerta que
comunicaba con la antigua entrada de carruajes, que hoy da paso a la
sacristía de la iglesia, y al fondo arranca una formidable escalera de
mármol, en cuyo primer rellano han colocado las monjas un curioso
Sagrado Corazón con los ojos azules, imagen que se salvó de los
tremendos destrozos producidos en la Guerra Civil.
El piso superior, impresionante, regio,
apenas ha sufrido modificaciones. En primer término se encuentra un
saloncito que las monjas utilizan para recibir visitas extraordinarias,
con una estupenda chimenea de mármol de una sola pieza, profusa
decoración con molduras, relieves y medallones, y un mobiliario acorde.
A continuación se encuentra el antiguo
salón de baile, el mejor sin duda del palacio, que fue utilizado en un
primer momento por las religiosas para instalar su capilla. Además de su
maravillosa decoración, contiene unos soberbios espejos —los
originales—, que gracias a que se pintaron por desentonar con la
dedicación piadosa de la sala, se han conservado intactos. Por una de
las puertas se accede a una linda salita que hizo el oficio de
sacristía.
Otra puerta da paso a una antesala de dos
dormitorios: uno, ricamente decorado, contiene dos camas doradas
antiguas; el otro, realmente encantador, con decoración a base de
arabescos, tiene una de las chimeneas más bellas del palacio, de mármol,
con aplicaciones de bronce, que durante la Guerra Civil quitaron en
parte los asaltantes por creer que eran de oro.
Los siguientes salones están ocupados por
dependencias de las religiosas. El que hace de biblioteca tiene un bello
artesonado de madera, y en el antiguo salón de caza, que presenta
estimables trabajos de talla con motivos cinegéticos en puertas,
dinteles, balcones y techos, está instalada la capilla privada de las
monjas.
Todos las galerías, habitaciones y
salones del palacio, escrupulosamente limpios, como es costumbre en
sitios cuidados por religiosas, contienen muebles, cuadros, tapices,
lámparas, relojes y demás elementos decorativos acordes con la categoría
y época del palacio, que han ido recibiendo en donación a lo largo de
los años. Gracias a ellas podemos hoy contemplar dos de los mejores
ejemplares de las construcciones palaciegas del siglo XIX.
INDICE CALLE DE MALASAÑA
Fue abierta en 1869 sobre los terrenos
del antiguo palacio de Monteleón y luego parque de Artillería, glorioso
escenario del levantamiento popular contra los franceses el 2 de mayo de
1808. Su nombre se puso en memoria de una de las víctimas de aquella
jornada patriótica, Manuela Malasaña y Oñoro, una jovencita de
diecisiete años que vivía en la cercana calle de San Andrés, y que fue
detenida cuando regresaba del trabajo camino de su casa. Al ser
registrada por los soldados franceses y ver que llevaba unas pequeñas
tijeritas, propias de su oficio de bordadora, fue acusada de portar
armas y fusilada esa misma noche. La historia real es así. La leyenda
que la presentaba dando cartuchos a su padre y muriendo en Monteleón era
una deformación, comprensible en aquellos momentos de confusión, de la
verdadera realidad. Su cadáver fue inscrito con el nº 74 en una relación
de 409 víctimas que se conserva en los archivos militares y municipales
de aquel día y enterrado en el cementerio para pobres del Hospital de
la Buena Dicha, en la calle de Silva.
Durante los años setenta y ochenta, Manolita
Malasaña se convirtió en musa y símbolo de la llamada "movida
madrileña". De tal manera, que esta calle, y por ende todo el barrio,
que oficialmente forma parte del de Universidad, y que de día ejerce
popularmente entre sus vecinos como de castizo, muy madrileño y casi
provinciano Maravillas, por la noche se convierte para todos los que a
él acuden los fines de semana a sus numerosos bares y pubs, o a
practicar el “botellón”, en el cosmopolita Malasaña. Malasaña es, pues,
metáfora de la noche. Acudir desde los barrios periféricos al centro de
Madrid, concretamente a Malasaña, sigue estando de moda de moda y se ha
convertido en todo un rito juvenil.
En el primer tramo, entre Fuencarral y
San Andrés, que es anterior a la apertura del resto de la calle, y que
llevó hasta 1897 la denominación de Peninsular, estuvo instalada la
redacción y oficinas del semanario Madrid Cómico, especializado
en dar las crónicas de la vida social y artística de finales del siglo
XIX. Fue una de las primeras publicaciones de las llamadas revistas del
corazón.
También en el siglo XIX, en una casa —no la
actual— que hacia esquina con Fuencarral, acera de la izquierda, tenía
su estudio el pintor Casto Plasencia, y también vivía Joaquín Dicenta,
entonces un chico rubio y travieso que solía visitar al pintor y posar
para él. Y en la iglesia de San Francisco el Grande, en un gran cuadro
de Plasencia, Alegoría de la Orden de Carlos III, hay un angelote rubio que es el retrato del luego futuro dramaturgo.
Esquina a la calle de San Andrés se
levanta el Teatro Maravillas, totalmente renovado. Sustituye a uno
antiguo clausurado por el Ayuntamiento en 1999 por deficiencias en sus
sistemas de prevención y extinción de incendios y demolido en 2002. El
primitivo fue inaugurado en 1886 con la obra Las hijas de Zebedeo
de Ruperto Chapí. A partir de 1919, y durante dos años cambió su nombre
por el de Madrid Cinema, y durante las décadas siguientes alternó
funciones de cine y teatro. En él actuó por última vez en Madrid, en
1922, la famosa actriz trágica francesa Sarah Bernardt. Tras la Guerra
Civil, el teatro se especializó en el género de la revista.
Pero un teatro anterior llamado también de
Maravillas estuvo en la misma calle, esquina a la glorieta de Bilbao, en
el solar actualmente ocupado por el edificio de una empresa de seguros.
Este local, barracón de madera al principio, existió hasta los primeros
años del siglo XX. En él se representaban aquellas revistas políticas
que, a raíz del desastre colonial, y con gran éxito de público, casi
siempre terminaban con el "respetable" enzarzado en peleas no siempre
dialécticas. A veces, los "agarraos" eran tremendos, y raro era que los
principales causantes no terminaran esa noche bajo rejas. En el mismo
solar se construyó después un cinematógrafo, que desapareció al
edificarse la magnífica casa de vecindad y asiento del casino de Clases
Pasivas, hoy sede de la compañía de seguros El Ocaso.
E incluso hubo otro más antiguo,
igualmente de Maravillas, en la calle de Fuencarral esquina a la hoy de
Sandoval, construido en 1873 y especializado en género chico. Allí, a
finales del siglo XIX, se instaló uno de los primeros barracones de
madera para proyecciones cinematográficas: el Cinematógrafo Maravillas.
En la calle de Malasaña se establecieron en
1897 los Talleres Arevalillo, especialistas en cristales de automóviles.
Empezaron poniendo cristales a calesas y coches de caballos. Luego se
trasladaron a la calle del General Pardiñas.
Interminable es la lista de locales
comerciales, algunos de ellos cerrados o en continuo cambio por los
vaivenes de la economía. Toda la calle es como un gran bazar donde hay
representación de casi todos los ramos del comercio, resaltando su gran
variedad de restaurantes y cafés, que aportan a la calle la oferta
gastronómica más variada del barrio. Y si hay que destacar algún local,
lo hacemos con los que abren en las esquinas de la calle de San Andrés:
el supermoderno restaurante Nina, de ambiente desenfadado y juvenil, el
pub irlandés Molly Malone´s y Casa Maravillas, un bar excelentemente
decorado con motivos y anuncios antiguos en el que fue local del Bremen.
Y por su antigüedad: la tienda de
electricidad BR en el número 21, la carnicería y charcutería Guticar en
el 27, el viejo estanco del 18 y dos bares (casi de pueblo), Amor y La
Flor de Gredos hermanados en el número 22.
Y como ejemplo de lo mucho desaparecido, una
antigua y minúscula librería, frente al antiguo Teatro Maravillas, que
fue la última quizá en Madrid que mantuvo la vieja usanza del
intercambio y préstamo de tebeos y novelas, las más buscadas las del
oeste, sobre todo las salidas de la inagotable pluma de Marcial Lafuente
Estefanía (escribió alrededor de 3.500), o las de amor de la no menos
prolífica Corín Tellado. Ellos fueron de los pocos nombres verdaderos
que aparecían en los lomos de estos libros; el resto eran seudónimos
como Gordon Lumas, Keith Luger, Kelltom McIntire, Franc McFair y muchos
más, nombres y apellidos norteamericanos en busca de un exotismo que
deslumbrara a los lectores de un país entristecido, y que en realidad
escondían pudorosamente el de escritores españoles, algunos incluso de
renombre.
INDICE UN AIRE SUTIL
Antiguos viajeros como Lamberto Wyts, que
vino a Madrid en 1569 formando parte del séquito de doña Ana de
Austria, cuarta esposa de Felipe II, o Richard Wynn, que lo hizo en 1623
acompañando al príncipe de Gales, dejaron constancia por escrito de la
terrible suciedad de nuestra villa en los siglos XVI y XVII. Estaban las
calles por aquel entonces sin empedrar y siempre malolientes, ya que
por ausencia de alcantarillado y de servicio de recogida de basuras, los
vecinos tiraban todos los desperdicios a la calle, incluido el
contenido de los orinales al grito de ¡agua va!, siendo raro no verse
sorprendido con tan desagradable chaparrón. Frecuente era también
toparse, en las semipenumbras de la anochecida o primeras horas de la
mañana, con más de uno "aliviándose" en plena calle, por lo que el
Concejo puso cruces en rincones y esquinas, para que, al menos por
respeto, se mantuviesen limpios.
El único servicio municipal de limpieza
consistía en unas gruesas tablas tiradas por un par de mulas, que
arrastraban parte de las inmundicias y otras las sepultaban, con lo que
el hedor del apestoso barrizal era insoportable.
Algún médico de la época hubo que, para
contrarrestar esta bien ganada mala fama de Madrid, aseguró que nuestro
aire era demasiado sutil, casi pernicioso por su excesiva pureza —mataba
a un hombre y no apagaba un candil—, y que era preciso contaminar las
calles con un manto de podredumbre y suciedad para corromperlo con
vapores pestilentes y así darle la composición debida, más respirable y
menos letal, apta para el consumo humano.
Hoy, cuando ya han pasado tantos años de
aquello, parece que algunos se empeñen en creer que por Maravillas no es
bueno que circulen delicados aires serranos, y sea necesario seguir a
pies juntillas los consejos de aquel mostrenco galeno de antaño.
Amanecen nuestras calles los fines de
semana como si las hubieran invadido los vándalos. Cientos y cientos de
jóvenes metidos en juerga, hasta las orejas de cerveza y calimocho,
agamberrados, acampan en nuestro barrio y no tienen más diversión que
beber, alborotar y saciar su irresistible tendencia a destrozarlo y
afearlo todo: papeleras por los suelos, destrozadas a puntapiés; cubos
de basura esparcidos, revueltos los restos de comida en improvisados
potajes; botellas y vidrios por doquier, acompañados de chorreones de
pegajosos e infames brebajes; fachadas recién restauradas y hasta las
estatuas de Daoiz y Velarde pintarrajeadas, dando una imagen falsa de
sordidez, como si estuviéramos en el Bronx neoyorquino que tantas veces
hemos visto en las películas norteamericanas, y —¡cómo no!—, ante tanta
bebida ingerida, apestosas huellas de orines y vomitonas.
Pero no atribuyamos toda la culpa a nuestros
jóvenes visitantes, los vecinos también tenemos mucho que mejorar. No es
inusual encontrarse rincones con vocación de vertedero, llenos de
cachivaches, lavadoras y frigoríficos rotos, colchones, muebles
desvencijados y toda suerte de desechos domésticos. Los contenedores de
escombros están rebosantes la inmensa mayoría de las veces con estos
mismos despojos y —esto es más grave— con bolsas de basura, que
rápidamente se convierten en focos de infección y de malos olores.
Algunas tiendas y supermercados creen gozar del privilegio de ocupar
media acera, si no entera, con verdaderas torres de embalajes, e incluso
géneros en mal estado. También hay que hablar de los excrementos de los
perros..., aunque más propiamente habría que hacerlo de algunos dueños:
guarros, malos ciudadanos y más irracionales que los pobres animales.
Todo esto no es un problema que se remedie
con barrenderos, por más que sean indispensables y se agradezcan sus
buenos servicios. La solución está encerrada en una sola palabra:
educación.
INDICE CALLE DE CARRANZA
Hasta el año 1869, Madrid estuvo rodeado
por la cerca que mandara construir el rey Felipe IV en 1625, y esta
calle, entre las actuales glorietas de Ruiz Jiménez y de Bilbao, ocupa
precisamente, parte de la ronda que discurría junto a ella.
A principios del siglo XIX, todo este paraje
tenía un aspecto sucio y desolador, lleno de eriales y basureros, que
mejoró sensiblemente cuando el Ayuntamiento, entre los años 1833 y 1835,
creó una especie de parque público —las gentes lo conocían por el
"Bosquecillo"—, plantando cerca de tres mil árboles por todos estos
contornos, en doble y hasta triple fila.
Entre 1853 y finales de los años ochenta
del siglo XIX, todo el margen derecho de la ronda y luego calle de
Carranza estuvo ocupado por la Fundición Sanford, de la que salieron la
mayoría de las farolas de gas que por entonces alumbraban Madrid. Era
conocida vulgarmente como los "Tubos de Sanford" por tener siempre
muchos de ellos y de diferentes diámetros en el exterior, preparados
para ser transportados en grandes carros. En la montonera de tubos los
niños jugaban, no sin riesgo de sufrir algún percance, y los viejos se
sentaban a tomar el sol. También hubo una fábrica de filtraciones de
lejía. Y más allá estaban los primeros asentamientos del futuro
Chamberí.
Cuando en el año 1869 se hizo la urbanización
y explanación para formar esta calle, se descubrió que en algunos
cortes del terreno afloraba una viscosa capa de betún grasiento y negro,
procedente de la consunción de cientos de cuerpos carbonizados por el
fuego del antiguo brasero inquisitorial (en la actual plaza de Ruiz
Jiménez). Por tal motivo, el Ayuntamiento, por iniciativa de don ángel
Fernández de los Ríos, dio a esta calle el nombre de una famosa víctima
del Santo Oficio, cuya inocencia fue reconocida al cabo de los años.
Fray Bartolomé de Carranza, nacido en
Miranda de Ebro en 1503, teólogo dominico, arzobispo de Toledo y
confesor de Carlos I y después de Felipe II, fue apresado por la
Inquisición en Torrelavega, en 1558, por estimarse que en una obra suya,
Comentarios sobre el catecismo cristiano, había algunas
afirmaciones heréticas. Después de permanecer ocho años recluido en
Valladolid, fue trasladado a Roma y encerrado en el castillo de Sant
ángelo. Al cabo de otros nueve años de prisión, fue absuelto, pero
haciéndole pasar por la humillación de abjurar de unos errores en los
que, según constaba en el fallo del proceso, no había incurrido. Murió,
quebrantado por el prolongado sufrimiento, al poco, en 1576, en un
convento de las cercanías de Roma.
El día de la inauguración de la calle de
Carranza fue el 2 de mayo de 1869, conjuntamente con las de Ruiz,
Malasaña, Monteleón, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y
Divino Pastor y plaza del Dos de Mayo, abiertas en los terrenos del
Parque de Artillería de Monteleón, glorioso escenario del levantamiento
popular contra los franceses. Pronunciaron discursos los alcaldes
segundo y tercero, don Manuel María José de Galdo y don Manuel Becerra,
este último al pie del monumento a Daoiz y Velarde, que había sido
trasladado desde su emplazamiento entonces junto a la entrada del Museo
del Prado a la confluencia entre las calles de Ruiz y Carranza.
Este grupo escultórico, realizado por
Antonio Solá en 1822, antes de lo ahora citado estuvo primero en un
parterre del Retiro, en 1875 regresó nuevamente a la entrada del Museo
del Prado, en 1901 se emplazó en la glorieta de Moncloa, y finalmente,
tras la Guerra Civil de 1936-39, bajo el Arco de Monteleón.
Durante muchos años fue la calle de Carranza
parte de uno de los agradables y añorados bulevares con que contaba
Madrid, con plataforma ajardinada central de animado paseo, suprimido
después en aras a una mejor circulación de los automóviles.
Los tuvimos en Madrid y alguno aún queda.
éste era el bulevar por antonomasia y, aun hoy, así es nombrado el eje
(Marqués de Urquijo, Alberto Aguilera, Carranza, Sagasta, y Génova), que
sirve de comunicación entre el barrio de Salamanca y el de Argüelles, y
que marca el límite del antiguo Madrid con Chamberí. Al ser demolida
la cerca en 1869, hubo espacio suficiente, unos 30 metros de anchura,
para distribuirlo en un paseo central de 10 metros, arbolado a doble
hilera cada 5 metros y con numerosos bancos para sentarse; dos calzadas
de 8 metros, para la circulación rodada, y dos aceras de 2 metros. Fue
una lástima que desaparecieran, pues los bulevares proporcionaban
espacio para el juego infantil y un paseo ancho sin interrupciones para
los viandantes, favorecían el desarrollo simétrico y con grandes copas
de los árboles sin molestar en balcones ni interferir luces y vistas de
edificios, aseguraban una mejor protección de las calles contra la
radiación solar en días calurosos y el viento en días fríos, generaban
sombra fresca en un ambiente sereno y acogedor, y evocaban la naturaleza
con el piar de los pájaros y con las distintas texturas, colores y
fragancias del ciclo de las estaciones.
Hace unos años, algún descerebrado en el
Ayuntamiento nos pretendió vender a bombo y platillo la recuperación de
algún tramo de este bulevar. Quizá creyó que los madrileños éramos unos
incautos, pues el ridículo engendro, de apenas unos palmos de ancho,
sólo es una medianería para separar los dos sentidos de los carriles de
circulación, que apenas da soporte al crecimiento de unos exangües
arbolitos, y que en la mayoría de las veces provoca confusión a los
viandantes —y atropellos— por la no sincronización de los semáforos de
ambos lados en los distintos cruces de peatones.
Hoy, entre el incesante tráfico, si
paseamos por las aceras de Carranza nos encontramos con una sucesión de
locales, que han ido cambiando a lo largo de los años por la guadaña
inexorable del paso del tiempo, el vaivén de la economía o el natural
proceso de la vejez de sus dueños.
En el solar que hoy ocupa el edificio de
El Ocaso estuvo instalado el segundo de los teatros llamados de
Maravillas (el primero se ubicó en Fuencarral, esquina a Sandoval; el
tercero, en Malasaña, clausurado a principios de 1999 por problemas de
seguridad y actualmente ya recuperado en nueva edificación). Era un
barracón de madera en donde se representaban revistas de tipo satírico y
político, que casi siempre terminaban en tumultuosos enfrentamientos
entre el "respetable" y precipitado desalojo a cargo de las fuerzas del
orden. Allí mismo se construyó luego una sala cinematográfica, también
en madera, que desapareció al edificarse el inmueble actual, que al
principio fue sede del Casino de Clases Pasivas y tuvo luego también en
los bajos el Café Europeo (antes, Nueva York), lugar habitual que
utilizaba Enrique Jardiel Poncela para escribir y amable refugio de
tertulias juveniles.
Y también desaparecieron, por citar algunos:
el Bar-Restaurante Carranza, en el número 3, con largo rosario de
negocios posteriores en el local; la tienda de accesorios de automóviles
G. Prast, en el nº 8; Perfumería Servando, en el 10; Marcos y Molduras
Rodríguez, en el 13; una frutería- huevería y una pollería, en el 15, y
Peluquería Vidal, de caballeros, en el 20.
Se mantienen, entre los más antiguos en
la calle: Cafetería Okayama, en el número 6; Salinas, tienda
especializada en alfombras y persianas, en el nº 7, pero con disminución
del tamaño del local; Papelería Carranza y un estanco, ambos en el 8;
Ferretería Hijos de Matilde Orueta, fundada en 1875, en el 18;
Confecciones Carranza, dedicada a la venta de ropa de trabajo, que se
trasladó desde el nº 20 al 22, y Minber Bar, en la esquina con la
glorieta de Ruiz Jiménez.
Y se "reencarnó" en el número 6 de Carranza
la antigua Casa Luciano de la calle de Fuencarral, freiduría
especialmente recordada por sus apetitosos bocadillos de calamares.
En el nº 5 vivió Antonio Casero
(1874-1936), poeta, periodista y sainetero; en el 20, Indalecio Prieto,
ministro de Hacienda, Obras Públicas, Marina, Aire y Defensa durante la
Segunda República, y en el nº7, una lápida nos recuerda la gallardía de
un héroe de Maravillas de nuestro tiempo, el joven álvaro Iglesias
Sánchez, que en el año 1982 murió en el incendio de este edificio,
tratando valientemente de salvar a sus vecinos.
INDICE LOS TUBOS DE SANFORD
El ingeniero inglés Guillermo (William)
Sanford, experimentado maquinista, empezó su andadura en Madrid como
técnico principal y socio de la familia Bonaplata de Barcelona en la
fundición Bonaplata, Sanford y Cía, instalada en 1837 en el edificio que
había pertenecido al exclaustrado convento de mercedarios descalzos de
Santa Bárbara, en la actual plaza del mismo nombre. Empleaban a más de
80 obreros y construían máquinas de vapor, ruedas hidráulicas, prensas,
faroles, ventanas y balcones y muchos otros productos férricos.
Pero la unión duro poco y Sanford se
estableció por su cuenta en 1839 en parte de los restos que quedaban del
Parque de Artillería de Monteleón, en la actual plaza del Dos de Mayo.
La maquinaria de vapor utilizada era fabricada dentro de la propia
industria, junto a otras herramientas y elementos del proceso productivo
directamente importados de Inglaterra. Fue el inicio de la apertura de
la economía madrileña hacia el exterior y de un proceso lento pero
irreversible de creciente industrialización.
En 1846 la instalación se trasladó al nº 12
del paseo de Recoletos, lo que significó la ampliación de la industria y
el éxito de una producción que intentaba sustituir las importaciones
del extranjero. En esta fábrica se fundían todo tipo de piezas de hierro
(tubos, hornillas, estufas, ventanas, balcones, barandillas de
escaleras, rejas, cancelas, farolas...), maquinaria para fábricas de
harina, de papel o de aceite, y prensas hidráulicas o de husillo,
especialmente una para extraer el aceite que había sido inventada por el
propio dueño y director, y de ella salieron algunas piezas utilizadas
en el establecimiento del Gasógeno o de las maquinas del primer
ferrocarril entre Madrid y Aranjuez. En ese lugar estuvieron hasta 1854,
año en el que se trasladaron al final entonces de la calle de
Fuencarral, pero fuera de la cerca construida en1625 que rodeaba Madrid,
en el arrabal, en la ronda que mediaba entre las puertas de Bilbao y
Fuencarral, que después, una vez derribada la citada cerca, pasó a
llamarse calle de Carranza.
El 4 de diciembre de 1853 se presentaron los
planos de la nueva sede, diseñados por el arquitecto Mariano Fernández, y
el 13 de marzo de 1854, la reina Isabel II, de acuerdo con el parecer
de la Dirección de Administración Local del Ministerio de la
Gobernación, tuvo a bien mandar que por la Alcaldía se expidiera
licencia para su construcción.
Las obras se realizaron rápidamente, y ese
mismo año de 1854 se realizó la mudanza. Tenía la fundición fachada
principal a lo largo de todo el margen derecho de la futura Carranza, y
laterales en las actuales glorietas de Ruiz Jiménez y Bilbao, ocupando
la manzana que luego, en los planes urbanísticos de Chamberí del
ingeniero don Carlos María de Castro, iría marcada con el nº 95.
Esta fábrica, de la que salieron la mayoría
de las farolas de gas que por entonces alumbraban las noches madrileñas
—muchas de ellas siguen haciéndolo, transformadas para alojar lámparas
eléctricas—, era conocida vulgarmente como los "Tubos de Sanford", por
tener siempre muchos de ellos y de diferentes diámetros en la calle, por
la fachada de Carranza, preparados para ser transportados en grandes
carros. En la montonera de tubos los niños jugaban, no sin riesgo de
sufrir algún percance, y los viejos se sentaban a tomar el sol, viendo a
veces pasar las tristes comitivas de los entierros hacia los cercanos
cementerios (todos hoy desaparecidos), que ocupaban un amplio espacio
entre las actuales calles de Rodríguez San Pedro y Cea Bermúdez: el
General del Norte, el de San Ginés y San Luis, el de San Martín y el de
la Patriarcal.
Ante el rápido crecimiento de Madrid, y la
consiguiente pérdida del carácter industrial de esta zona de la ciudad,
la fundición cerró sus puertas a finales de los años ochenta del siglo
XIX; aunque, durante años, hijos y colaboradores de don Guillermo
Sanford mantuvieron unos talleres mecánicos en el nº 147 de la calle de
Fuencarral. Así lo atestiguan anuncios de prensa y una noticia de la
Exposición del Alcohol y sus aplicaciones, celebrada en el Palacio de
Bellas Artes de Madrid en diciembre de 1902, donde Evaristo Sanford,
hijo de don Guillermo, presentó un vehículo de 4 plazas cuyo motor de 2
cilindros, 3.393 cc y 12 HP funcionaba con alcohol como combustible. No
existe constancia de que fuera realmente construido por Sanford, y es
opinión bastante extendida que se trataba de una modificación realizada
sobre un automóvil ya existente.
INDICE LA CORREDERA
La Corredera (Alta y Baja) constituye una
de las calles más típicas y castizas del centro de la ciudad, esencia
de toda una forma de ser, de vivir y de sentir en madrileño. La
Corredera Baja de San Pablo nace en la calle de la Luna y llega a la
plaza de San Ildefonso, donde se prolonga, ya con la denominación de
Alta, hasta Fuencarral.
Parece ser que el nombre le viene de un
pequeño santuario o ermita, dedicado a San Pablo, que había hacia el
final de la calle, aproximadamente donde en la de Fuencarral está el
Museo Municipal, cuando todo esto era sólo campo, con huertas y
alquerías. Allí se celebraba una verbena la víspera de la fiesta del
santo, acudiendo la gente en romería. Las familias que tenían posesiones
por aquellos contornos iban a pasar toda la noche en ellas,
improvisando pequeñas fiestas en las que se cantaba y bailaba hasta el
amanecer. Hacer la romería se convertía en hacer la "corredera",
visitando cada uno de aquellos saraos antes de llegar a la ermita.
Desapareció este santuario, pero la calle que por el camino se abrió
conservó el nombre de Corredera de San Pablo.
En la Corredera Baja se halla el Teatro
Lara, en el número 15, abierto en 1879 por iniciativa de don Cándido
Lara, que después de permanecer años cerrado, hoy se encuentra
felizmente recuperado. Más arriba, en el 39, también abre sus puertas
el Cine Cervantes, que fue primero barracón de proyecciones
cinematográficas y luego sala de teatro.
En la esquina con la calle de la Puebla
estuvo el Café de la Concepción, que es el que aparece en el primer acto
de una comedia de don Jacinto Benavente, La losa de los sueños. Y por los alrededores también el de San Antonio.
En la esquina opuesta se levanta la
bellísima iglesia de San Antonio de los Alemanes, que mandara edificar
Felipe III a principios del siglo XVII como capilla de un hospital
destinado a atender enfermos de nacionalidad portuguesa, y que luego
pasaría a ser de alemanes. Después, en 1702, Felipe V concedería el
patronato y administración del hospital a la Santa Hermandad del
Refugio, famosa por su célebre "Ronda del pan y el huevo", que recorría
las calles buscando mendigos y enfermos para darles agua pan y huevos
duros. Para el viandante, lo fácil es reparar en las colas de personas
necesitadas que cada día acuden allí a comer, pero la iglesia, cubierta
por frescos embriagadores y sin duda uno de los secretos mejor guardados
para los madrileños, nadie debería dejar de ver.
En el nº 20, en un viejo caserón de viviendas
del siglo XVII, con la portada de piedra coronada por un escudo, tenía
su sede La Didáctica, antigua sociedad deportiva especializada en la
enseñanza del ajedrez, justo encima de la también desaparecida, secular y
afamada taberna Pepita, un peculiar templo de las alitas de pollo con
precios populares.
En la plaza de San Ildefonso se alza la
iglesia parroquial que ha dado nombre al lugar. No es la primitiva
construida en el siglo XVII y mandada derribar por José Bonaparte, sino
la que se recompusiera en 1940 sobre lo que quedó de otra que levantara
el arquitecto Juan Antonio Cuervo en 1827, incendiada ésta en 1936. Y en
la plaza existió, hasta finales de los años sesenta del pasado siglo,
un viejo mercado cubierto con ciertas pretensiones arquitectónicas, el
primero de este tipo que se abrió en Madrid, obra del arquitecto Lucio
Olavieta e inaugurado en 1834.
En esta plaza vivió el pintor romántico Leonardo Alenza, en el nº 4, en la casona de la vieja farmacia Puerto.
En la Corredera Alta, en una modesta casa
ya desaparecida, en las inmediaciones de la calle de San Vicente
Ferrer, nació María Teresa del Toro, esposa muy amada de Simón Bolívar,
el caudillo de la independencia americana.
Durante muchos años, la Corredera Alta y las
calles adyacentes se convertían a diario en un mercadillo al aire libre,
con puestos de frutas, verduras y pescados que competían con los
comercios instalados de fijo. El ambiente, recordaba al que durante la
Edad Media debió presidir las ferias y mercados que semanalmente se
organizaban en todos los pueblos importantes de España. Y si bello era
el panorama del mercado y sus calles aledañas en todo tiempo, en verano
era sobresaliente, cuando todos los colores y olores de las frutas
inundaban el barrio. Pero, eso sí atestado de moscas y avispas.
Desapareció todo esto, pero aún sigue viva la
tremenda actividad comercial de toda la Corredera, empeñados sus
vecinos en huir de las grandes superficies comerciales y preferir hacer
la ronda, la "corredera", de los pequeños comercios de toda la vida.
Mucho es lo que ya no existe, además de
lo ya citado. Recordamos, entre otros, en la Corredera Baja: los Cines
Luna, con entrada principal en la plaza de Santa María Soledad Torres
Acosta; la tienda de lámparas y fornituras Femsa, en el número 8; el
estanco y un comercio de pequeños electrodomésticos, en el nº 12; la
tienda de comestibles El Escudo de Santander, en el 18; calle por medio,
la diminuta cacharrería y juguetería; más arriba, en el 49, una
expendeduría de carne de caballo; esquina a la calle del Escorial, el
bar Gran Vuelo, con una cecina extraordinaria, no en vano sus dueños
eran leoneses; enfrente, la Fábrica de Patatas Fritas; llegando a la
plaza de San Ildefonso, una mercería y una tienda de comestibles, cuyos
nuevos dueños han tenido el acierto, como en otros muchos locales, de
conservar sus antiguas fachadas en madera, y en el esquinazo con la
calle del Barco, un despacho de quinielas y loterías.
En la plaza de San Ildefonso sucumbió un
viejo y enorme caserón, y con él, Bodegas Escalada, con muy rica
freiduría; una tienda de muebles de segunda mano, lugar en el que muchos
encontrábamos por pocas pesetas aquello que nos hacía el apaño para la
ocasión, y también uno de los primeros video-clubs que se abrieron en el
barrio. Y en un lateral, en un comercio que ya estaba cerrado desde
hacía tiempo, se rodó en 1986 La estanquera de Vallecas.
En la Corredera Alta desaparecieron,
esquina con Espíritu Santo, la histórica Tahona del Mico y Aguirre,
comercio de tejidos y ropa de cama y mesa; en las esquinas con San
Vicente Ferrer, la Jamonería Tanis, un viejo comercio de paños y la
mítica y emblemática sala de los años ochenta de la "movida"
malasañera, King Creole (hoy reconvertida y con otro nombre), templo de
los rockers, que acudían a bailar rock clásico en
pandilla, con sus cuidados tupés y cazadoras de cuero ellos, o con
cancanes bajo el vestido, vaqueros con dobladillo o faldas de tubo
ellas. Y al final, en las esquinas de Velarde y Fuencarral, Confecciones
Haro, comercio especializado en ropa de caballero, y los almacenes de
tejidos La Voz.
Muchos nuevos locales han venido a sustituir a
los desaparecidos en la tan tremenda oferta comercial de la Corredera, y
por si fueran pocos, una galería que la comunica con Fuencarral, aporta
nuevos establecimientos. Y aún subsisten infinidad de los antiguos, que
recogen todo un abanico de actividades: joyerías, platerías, tabernas,
cafeterías, restaurantes, mercerías, corseterías, pañerías, ferreterías,
farmacias, fruterías, pescaderías, pollerías... y, por supuesto,
algunos bares nocturnos de copas. Por citar los más representativos y
veteranos: Pinturas Decorarte, en el número 9 de la Corredera Baja;
Cafetería Lara, en el nº 11; Jamonería López Pascual, abierta en 1919,
en el 13; Almacenes Aragón, en el 15; Confecciones Asensio, en el 19;
Alimentación Hermanos Gil, esquina a la calle de la Puebla; Pollos y
Caza, en el 22; Lámparas Corredera, en el 24 (toda la zona estaba
especializada en esta actividad, sobre todo la cercana calle de la
Puebla); Farmacia de Guardia (bar), en el 49, y Frutería Emrosalada y
una vieja tienda de ultramarinos hoy adherida a la cadena Udaco, ambos
en el 51.
Permanecen en la plaza de San Ildefonso: Pescadería Campanero, en el número 1, y también la ya citada farmacia Puerto, en el 4.
Y en la Corredera Alta: mercería La
Pequeñita, en el 3; el estudio de tatuaje artístico y piercing Mao &
Cathy, pionero en el ramo, en el 6; Platería y Regalos, abierta en el
siglo XIX, en el 8; Zapatería Eutil, Lencería Liria y Mercería Megido,
las tres en el 12; Relojería Lázaro, en el 18; Alimentación Nieto (El Manco),
esquina a Palma; en la otra esquina, frente al muro lateral del
Tribunal de Cuentas, el también mítico bar de copas Penta, lugar de
culto de "la movida"; Tupper Ware, junto al anterior, otro bar
rockero-alternativo, y llegando al final de la calle, una ferretería de
las de toda la vida.
Y mención especial, ya que hablamos de
comercios y de comerciantes, a Carmen Escobar (doña Carmen), toda una
institución en la Corredera, que desde su esquina con Espíritu Santo
reparte suerte vendiendo lotería y se saca un extra —no ha sido la
única— rifando lotes de productos alimenticios que muestra en una cesta.
Se puede decir que Carmen es el último vestigio del mercado callejero
que por aquí estuvo instalado. Empezó vendiendo frutas y verduras en el
año 1943, y cuando quedó prohibida la venta en la calle probó suerte en
el entonces recién creado mercado de Barceló, pero se arruinó y,
desafiando a la autoridad, volvió con una cesta a la Corredera con sus
lechugas, ajos, perejil..., corriendo cada vez que venía la policía,
como los manteros de ahora.
INDICE EL ARTE DE TALÍA EN LA CORREDERA
En el año 1880, en el nº 15 de la
Corredera Baja de San Pablo, el arquitecto Carlos Velasco construyó el
Teatro Lara, llamado así por ser su dueño y empresario el opulento
financiero Cándido Lara, y que por su coqueta decoración era también
conocido como la "bombonera de don Cándido". Luego, en 1916, Pedro
Mathet lo reformó, introduciendo un cierto aire "art noveau". Es uno de
los escasos locales teatrales del siglo XIX que han sobrevivido, con la
curiosidad de estar integrado en un edificio de viviendas. La sala,
reducida, con un pequeño patio de butacas, varias plateas, dos pisos de
palcos y un anfiteatro en lo más alto, ocupa el patio interior del
inmueble. Y los tres vestíbulos de la entrada, que aíslan del ruido
callejero, la planta baja del mismo.
La primera compañía que actuó en el Lara —don
Cándido siempre quiso lo mejor— estaba integrada nada menos que por
Julián Romea, Antonio Riquelme, Balbina Valverde, Jerónima Llorente,
Dolores Abril y Pedro Ruiz Arana. En él se estrenaron obras de tan
clamoroso éxito como Los intereses creados, de Jacinto Benavente; La señorita de Trévelez, de Carlos Arniches; Cancionero, de los hermanos álvarez Quintero; Tararí, de Valentín Andrés; La muralla, de Joaquín Calvo Sotelo, y María, la viuda, de Eduardo Marquina.
En los años ochenta del pasado siglo,
negros nubarrones se cernieron sobre el Lara, que cerró sus puertas y a
punto estuvo de ser abatido por la piqueta. Todo aquello pasó
afortunadamente, y desde 1995 abre de nuevo sus puertas al público.
El Lara luce ahora tal y como lo hizo el día
de su inauguración en 1880; con las mismas butacas de piel y similar
decoración y mobiliario, todo fruto de una admirable labor de
restauración o de reproducción. Han respetado incluso los asientos de la
"clac" —el único teatro que las conserva en Madrid—, con respaldo recto
y sin nada para apoyar los brazos. Y se ha recuperado el parnasillo, salón utilizado por el director y actores para leer la obra a representar y comentarla.
Más arriba, en el nº 39 de la misma
Corredera Baja, hay otra sala, el Cine Cervantes, construido en 1910
sobre el solar donde antes estuvo un barracón de madera para
proyecciones cinematográficas y espectáculos de variedades. Dedicado
desde un primer momento a teatro con el nombre de Salón Nacional, nunca
tuvo el éxito del cercano Lara, por lo que su propietario, el marqués de
Amboage, decidió reformarlo, con acierto y buen gusto, y ceder su
dirección al primer actor Ricardo Simó Raso, con lo que aseguró los
"llenos" durante varias temporadas. En él estrenaron, entre otros, Muñoz
Seca (Trampa y cartón) y los hermanos álvarez Quintero (Fortunata).
Una bomba durante la guerra civil de 1936 destruyó el local, y al ser
reconstruido hacia 1943, quedó convertido en sala de cine.
Hoy, el Cine Cervantes, casi pegadito con la
institución pía de la Santa Hermandad del Refugio y la iglesia de San
Antonio de los Alemanes, tiene más que ver con el diablo que con Dios.
En 1982, en un país posfranquista, ávido de darse un atracón de
exuberancia sexual, pasó a engrosar las salas de proyección de películas
X. Hubo en Madrid hasta quince de estos cines dedicados al porno. Hoy
quedan bastante menos, y éste de la Corredera es una rara avis que a nadie estorba en la curiosa mezcla que es la calle. Los títulos de las películas, eso sí, son de lo más sugerente.
INDICE SAN ANTONIO DE LOS ALEMANES
En la confluencia de la Corredera Baja de
San Pablo y la calle de la Puebla, se encuentra San Antonio de los
Alemanes, iglesia que perteneció al Real Hospital para Enfermos
Portugueses, fundado por Felipe III en 1606, cuando Portugal pertenecía a
la Corona española. Luego pasaría a ser de alemanes en 1688, en tiempos
de Carlos II. En 1702, iglesia y hospital serían entregados por Felipe V
a la Hermandad del Refugio, la de la famosa "Ronda del pan y el huevo",
dedicada a la caridad y beneficencia.
El templo, terminado en 1633, y que se
puso bajo la advocación de San Antonio de Padua, obedece a los planos de
Gómez de Mora, ejecutados por el maestro de obras Francisco Seseña. En
1972 fue declarado monumento Nacional.
En el exterior, reformado en 1888 por Antonio
Ruiz Salces, sobresale la sencilla pero elegante portada de granito,
con una hornacina en la parte superior que contiene la escultura de San
Antonio de Padua, de Manuel Pereira.
Por un pequeño atrio, en el que se ha
sustituido la puerta interior por una mampara de cristal, se pasa al
templo, que es de planta elíptica, cubierta con una gran bóveda oval sin
linterna que descansa en una cornisa.
El primitivo retablo mayor, que se hizo
en tiempos de Felipe IV, fue destruido por el fuego. En su lugar se puso
el actual, en mármol, de Miguel Hernández, en estilo barroco muy
académico, que contiene la figura de San Antonio, también de Manuel
Pereira, perteneciente al antiguo.
En seis retablos simétricos, tres a cada
lado, hay estimables pinturas. En el lado izquierdo, Santa Isabel de
Portugal, de Caxés (1631); San Carlos Borromeo (s. XVII), posiblemente
de Ricci, y la Trinidad (finales del s. XVII), atribuida a Ruiz de la
Iglesia. En el derecho, el Calvario y Santa Ana, ambas realizadas por
Lucas Jordán en 1694, y Santa Engracia, de Caxés. Delante de estos
retablos hay altarcitos con pequeñas imágenes, casi todas del siglo
XVIII, muy curiosas y de interés.
Pero lo fabuloso de esta iglesia, con casi
nula presencia de detalles arquitectónicos, es la portentosa y barroca
decoración que la cubre por completo, casi escenográfica, apabullante,
realizada con pinturas murales al fresco por Carreño, Ricci y luego
Lucas Jordán, y por lo que es considerada como la capilla sixtina
madrileña.
En la parte inferior, entre los altares,
hay una serie de figuras sedentes de reyes declarados santos, pintadas
por Lucas Jordán: Esteban de Hungría, Luis de Francia, Enrique,
emperador de Alemania, y Cunegunda, su esposa; Edita de Inglaterra,
Fernando de Castilla y León, Hermenegildo de Sevilla y Hermenerico de
Hungría, príncipe.
De Francisco Ruiz de la Iglesia, pintados
a principios del siglo XVIII, son los exuberantes medallones que
adornan la parte superior de los retablos, con los retratos de Felipe
III, Felipe IV, Carlos II, Mariana de Austria, Gabriela de Saboya y
Mariana de Neoburgo, patrocinadores del hospital.
Más en alto, de Lucas Jordán son las
alegorías de diferentes virtudes, entre ángeles, y los imaginarios
tapices con escenas de la vida de San Antonio.
En la bóveda están los magníficos frescos de
Carreño, ayudado por Ricci, y retocados y con algún añadido posterior de
Lucas Jordán. En primer término, sobre la cornisa, aparecen los
excelentes retratos de santos portugueses entre arquitecturas fingidas:
Gonzalo de Amaranto, Sabina, Irene de Santarem, Dámaso, Fructuoso,
Julia, Beatriz de Silva y Amador de Motsatso. Y en lo alto, lo más
grandioso, obra maestra de Carreño, la representación en una única
escena de la Gloria, con el símbolo del Padre Eterno y la Virgen con el
Niño apareciéndose a San Antonio, todo rodeado de nubes y ángeles.
INDICE LA RONDA DEL PAN Y EL HUEVO
La Santa, Pontificia y Real Hermandad del
Refugio y Piedad de Madrid fue fundada en 1615 por el padre Bernardino
de Antequera, jesuita, ayudado por don Pedro Lasso de la Vega y don Juan
Jerónimo Serra, y tuvo su primera sede en el Albergue de San Lorenzo,
entre las calles de Toledo y de la Arganzuela. Luego, en 1702, Felipe V
les entregaría para su custodia y administración el Real Hospital de San
Antonio de los Alemanes, en la manzana situada entre la Corredera y las
calles de la Puebla y de la Ballesta, que pasó a ser el asiento
definitivo.
Protegido por la Hermandad del Refugio, y
para recoger niñas huérfanas y desvalidas, se fundó en 1651 el colegio
de la Purísima Concepción, instalado al principio en la calle del
Marqués de Santa Ana. En la actualidad, este antiguo centro de
enseñanza, dirigido pedagógicamente por la Compañía de Santa Teresa de
Jesús desde 1889, y que tiene su entrada por la calle de la Puebla,
acoge con carácter normal y abierto a niños y niñas del barrio e imparte
Enseñanza Primaria y Secundaria. También está clasificado como escuela
de Educación Infantil.
Los fines de la Hermandad del Refugio
consistían en recoger a los menesterosos de ambos sexos y de cualquier
edad o condición, para darles alimento y cobijo, por lo que organizaban
la famosa "Ronda del pan y el huevo". Estaba integrada esta ronda por
varios hermanos, uno de ellos sacerdote, que se nombraban por turnos
cada semana, y que eran acompañados de numerosos criados provistos de
faroles, camillas, sillas de mano y banastas de mimbre con pan y huevos
duros.
Ataviados con una vestimenta espectacular
(chupas bordadas a realce, sombrero de ancha ala y capas granas; con el
aditamento de una coqueta coleta rubia y provistos de verduguillos de
acero), los ronderos, al toque de campanillas para anunciar su misión,
buscaban en la noche a los mendigos y les entregaban un trozo de buen
pan y dos huevos duros. Los enfermos eran transportados a la hospedería,
en la Corredera, para su mejor cuidado, y también se asistía a los
heridos y se recogía a los moribundos. Toda esta actividad caritativa
era muy estimada por la población, siendo la Hermandad del Refugio muy
"bien mirada", ya que todos pensaban que acaso algún día pudiera serles
útil.
Los famosos huevos procedían de la caridad de
los madrileños, que todos los días acudían y hacían largas colas en la
Corredera para entregarlos; pero no se aceptaba cualquier cosa, ya que
un empleado, con un calibrador y una célebre cantinela (si pasa, no
pasa; si no pasa, pasa), sólo recogía los gordos y hermosos.
Con los años, la actividad de la "Ronda del
Pan y el huevo" fue languideciendo, adoptándose en el siglo XIX la
costumbre de recibir en el Refugio a los pobres que deseaban cenar y
pasar la noche. A la mañana siguiente se les entregaba el panecillo y
los dos huevos duros como en los primeros tiempos.
Hoy, persiste la gran obra de beneficencia
del Refugio, dando cama barata y limpia en sus pabellones asotanados y,
sobre todo, alimentando a multitud de indigentes que todos los días
acuden a sus puertas. Se preparan cenas para unas cincuenta y seis
personas, atendiendo a españoles y extranjeros sin ninguna
discriminación, y a los que no alcanzan plaza en el comedor se les da un
bocadillo.
INDICE SAN ILDEFONSO
Como en el siglo XVII el número de
feligreses de la desaparecida parroquia y también convento de San Martín
(en la plaza del mismo nombre) había crecido enormemente, fue necesario
crear los templos filiales de San Ildefonso y de San Marcos, que
pasaron a ser parroquias independientes en la época de la
desamortización de Mendizábal, cuando San Martín fue exclaustrado.
Aquella primitiva iglesia de San Ildefonso,
en la Corredera, construida en 1629, debió tener unas trazas bastante
modestas, aunque ya tuvo cuadros de Vicente Carducho y de Carreño. En el
plano de Texeira de 1656 aparece una iglesia posterior, con tres naves,
tipo basilical, que debió hacerse ampliando la primitiva, y que se
mantuvo en pie hasta 1809, año en el que José Bonaparte ordenó que se
derribara para la formación de una plaza que aliviara así el complejo
entramado de calles de los alrededores. No se salió con la suya el rey
intruso, pues en 1827, con proyecto del arquitecto Juan Antonio Cuervo,
se construyó otra nueva, que no podemos decir que sea la actual, al no
habernos llegado totalmente íntegra.
Poco tiempo después, en 1832, sufrió un
incendio en la zona de los pies, siendo imposible recuperar la fachada,
situación que se aprovechó para retranquearla por esa parte, formándose
de esta manera la plazuela que pensara el rey francés, plazuela que
sería ampliada a finales de los años sesenta del siglo pasado, al ser
derribado el mercado adosado al lateral de la iglesia. En 1936, durante
la guerra civil, fue incendiada y quedó muy dañada, perdiéndose muchos
de sus retablos e imágenes. Después, en 1940, se iniciarían las obras
para volver a recomponerla.
En el exterior del templo, sencillo, destacan
las dos torres, con campanarios provistos de balcones volados y
enrejados, la de la derecha con un antiguo reloj, y que dan guardia a un
frente desnudo a excepción de un modesto rosetón.
En el interior, de planta de cruz griega,
pero con capillas que prolongan sus tres naves, una serie de pilastras
de orden jónico abrazan el ábside y sustentan una cornisa por todo el
recinto. En el crucero se levanta la cúpula, sobre pechinas.
El presbiterio lo preside, en un retablo
neoclásico, un relieve con un pasaje de la vida de San Ildefonso, del
siglo XVII, restaurado luego por Mariano Bellver en 1861.
San Ildefonso, que nació en Toledo en el año
606, estudió Teología y Filosofía en Sevilla, junto a San Isidoro.
Ordenado sacerdote, siempre fomentó el culto a la Virgen, especialmente a
su Inmaculada Concepción. En el año 657 fue nombrado Arzobispo de
Toledo. El pasaje milagroso de su vida que recoge el relieve del
presbiterio ocurrió en la catedral de Toledo, el día de la fiesta de la
Expectación del Parto, cuando encontró a la Virgen sentada en su silla
episcopal esperándole para imponerle una casulla, para que revestido de
ella celebrase todas las fiestas consagradas a su nombre.
Repartidas por el templo hay algunas imágenes que destacamos: una Soledad, del siglo XVII; Ntra. Sra. del Carmen, San Nicolás y un San José, las tres del siglo XVIII; Ntra. Sra. de la Salud, talla de vestir del s. XIX, y un Jesús Nazareno, en la capilla de la derecha, a los pies, muy veneradísimo. Especial interés tienen un Cristo de la Misericordia, del s. XVII, en el crucero, a la derecha, acompañado de una Dolorosa de XIX, y, sobre todo, la valiosísima escultura de San Antonio de Padua, del siglo XVIII, obra de Francisco Vergara el Mozo.
INDICE MERCADO DE SAN ILDEFONSO
Construido en 1835 por Lucio Olavarrieta
junto a la iglesia de San Ildefonso, con muy buenas trazas
arquitectónicas, fue el primer mercado cubierto que se hizo en Madrid,
causando gran admiración entre el vecindario, acostumbrado a los
clásicos cajones, tinglados y tenderetes que se utilizaban en los
instalados al aire libre.
El edificio, de planta cuadrada, sólo
constaba de un piso y su interior se organizaba mediante dos calles
cruzadas perpendicularmente rematadas por sendas entradas, tan pequeñas
que no eran capaces de evitar la aglomeración de las horas más
concurridas.
El reducido espacio era aprovechado al
máximo. Los pequeños negocios se distribuían por el interior del
recinto, separados unos de otros por delgados tabiques, y por el
exterior en diminutas tiendas instaladas en la misma fachada, mirando a
la calle.
Al final de los años sesenta del siglo XX, ya
bastante deteriorado y sin ninguna intención ni ánimo por parte del
Ayuntamiento en repararlo, fue finalmente derribado, por lo que las
vecinas y vecinos de este antiguo cogollito de la Villa se vieron
obligados a cruzar su natural frontera, la calle de Fuencarral, en busca
del entonces nuevo Mercado de Barceló, o a conformarse con los pequeños
establecimientos de alimentación de la Corredera. Se perdió así una de
las estampas típicas del barrio de Maravillas. El solar sirvió —eso sí—
para descongestionar la zona y ampliar la plazuela.
Por los años veinte del siglo pasado tuvo
el Mercado de San Ildefonso su máximo esplendor y rivalizó con el
mítico de la Cebada. La actividad empezaba con la amanecida, cuando
llegaban los vendedores y los carros que transportaban la carne, el
pescado, las frutas y las hortalizas. Y como el espacio del interior era
reducidísimo, muchos eran los puestos que se instalaban en las aceras
de los alrededores, ocupando la Corredera, la calle del Espíritu Santo y
varias de las adyacentes.
La bullanga y el trajín en horas de mercado
por toda aquella zona eran tremendos. Don Benito Pérez Galdós, enamorado
de estas calles, en palabras de Máximo, protagonista de su novela El amigo Manso,
nos dice: "Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo,
donde no falta ningún desagradable ruido, pero me he acostumbrado a
trabajar entre el bullicio del mercado, y aún parece que el grito de las
verduleras me estimula en la meditación".
Algunos días se alteraba el normal
quehacer del mercado. Era, primero, un grito que sobresalía entre el
alboroto: "¡Que viene la Chata!"; luego, el aparecer lento de su coche.
La Chata era la muy queridísima por los madrileños infanta Isabel
Francisca de Borbón, hija de Isabel II y tía carnal de Alfonso XIII, que
llegaba con su dama de honor, la señorita Beltrán de Lis. Todo era
exuberante en la infanta, menos su nariz —incomprensible en un Borbón—,
causa del cariñoso apodo popular.
Las vendedoras de la Corredera, llenas de
júbilo, se abalanzaban sobre su coche y lo llenaban de hortalizas y de
flores, mientras los hombres la piropeaban. Después, con más de una
carta de petición entre las manos, que ella misma se encargaba de
defender ante su real sobrino, proseguía el camino hacia su casa, un
palacete en la calle de Quintana.
El bullicio del mercado daba pie a que
alrededor merodearan los tipos más peculiares que la mente humana pueda
imaginar, desde los pobres mendigando una limosna, hasta la mujer que
sorteaba mediante una baraja de cartas unos litros de aceite, unas
conservas, unos pollos o un cordero. Al mismo tiempo, algún ladrón
aprovechaba el regateo entre compradoras y vendedoras para limpiar el
bolsillo a las primeras. Y eran también habituales las discusiones, que
alguna vez llegaban a ser peleas, entre las verduleras o fruteras por la
disputa de algún cliente.
Era tan célebre aquel mercado callejero, que
hasta quiso pasarse por él un toro de lidia. El hecho ocurrió el 23 de
enero de 1928, cuando de una manada del ganadero Luis Bermúdez,
conducida por la ribera del río Manzanares, un astado negro, enorme y
desarrollado de pitones, en unión de una vaca, escaparon de las manos de
sus cuidadores y llegaron a las calles de la capital.
En la plaza de España empezaron a surgir
los lidiadores espontáneos, en tanto que otros viandantes emprendían la
fuga. La alarma cundía por momentos e iba adquiriendo intensidad, hasta
el punto de que al paso de los cornúpetas se cerraban los comercios y
los portales y aceleraban el paso los vehículos.
Y de allí, por la calle de Leganitos, donde
una anciana mujer fue corneada, así como las personas que intentaron
socorrerla, se dirigieron a la Corredera Alta de San Pablo e hicieron su
entrada cuando más concurrido era el mercado. El pánico fue colosal:
vendedores y compradoras corrían en todas direcciones; hubo caídas
atropellos, embestidas... y heridos; vituallas por los suelos, que se
ofrecían a la voracidad de los dos animales, y muchos tenderetes
derribados. Dicen que engulleron algunos plátanos y que gustaron de las
excelencias de unos repollos y otras hortalizas, y que una vez saciado
su apetito y descansado un buen rato en la esquina de la calle de la
Palma, se dedicaron a recorrer de nuevo la Corredera.
Eran los once de la mañana cuando
hicieron su aparición en la avenida del Conde Peñalver, nombre del tramo
de la Gran Vía entre Alcalá y la Red de San Luis en aquellos años. Y
dio la casualidad que pasaba por allí el matador Diego de Mazquiarán,
apodado El Fortuna, que se quitó el abrigo y estuvo toreando a la res.
Finalizada la faena "de abrigo", el torero pidió que alguien subiera a
su casa, en la cercana calle de Valverde, y le trajera el estoque, con
el que mató al toro limpiamente de una sola estocada.
La multitud allí agolpada sacó sus pañuelos
blancos, como suele ser tradición tras una buena faena, lo llevaron a
hombros hasta la calle de Alcalá y pidieron que le fuera otorgada la
Cruz de la Beneficencia, petición que fue cumplida.
Hoy la plaza de San Ildefonso, por muchos
conocida como la plaza de Grial por un popular bar de copas que allí
hubo durante años, es un sitio muy concurrido en cuanto un rayo de sol
asoma por la terraza de un local situado al fondo. El suelo también
sirve de acomodo para la gente, que charla animadamente mientras apura
una lata de cerveza o practica el botellón. De alguna manera el lugar ha
recuperado el bullicio y la variedad de paisanaje que debió tener en
los tiempos del mercado. Y entre los paseantes, el más curioso es una
estatua de bronce de una estudiante, a tamaño natural, que lleva pasando
por allí desde 1996. Es ya una vecina más.
ULTRAMARINOS Y COLONIALES
A la sombra del desaparecido mercado de la
plaza de San Ildefonso, la Corredera y las calles adyacentes, sobre todo
la del Espíritu Santo, eran una sucesión continua de puestos de
verdura, frutas y pescados, que convivían en perfecta armonía con los
comercios establecidos de fijo, constituidos principalmente por
abacerías, tahonas, carnicerías y tiendas de ultramarinos y coloniales.
Desaparecieron los primeros, obligados por las autoridades municipales, y
de los segundos ya van quedando pocos, enfrentados en una desigual
competencia con las medianas y grandes superficies comerciales, pero que
aquí en Maravillas y más en la Corredera siguen en pie de guerra, con
una envidiable renqueante salud, sin tener perdida totalmente la
batalla.
Las entrañables tiendas de ultramarinos y
coloniales nacieron a mediados del siglo XIX, fruto del comercio con las
colonias americanas; proliferaron tras la pérdida de Cuba en 1898,
cuando muchos españoles regresaron de la isla caribeña, y conocieron su
esplendor a principios del siglo pasado, convirtiéndose sus repletos
anaqueles en auténticos símbolos de opulencia y lujo alimentarios, tema
común de sueños obsesivos e imposibles de cientos de ciudadanos en
épocas de penuria.
Aunque se comerciaba con algunos productos de
ultramar, como cacao, café, especias y bacalao, y también con vinos
envasados, licores, ¡champán! y otras exquisiteces, el grueso de la
oferta estaba formado por productos autóctonos de la tierra: harina,
garbanzos, lentejas, judías, arroz..., que se vendían a granel,
directamente de grandes sacos, además de todo tipo de embutidos,
jamones, quesos, conservas y aceite, que de grandes zafras pasaba a una
especie de ingenio con grifo en el mostrador.
A granel se vendían igualmente las sardinas
en aceite "puro de oliva" (las sardinetas) —no recuerdo haber probado
después otras tan buenas como aquellas—, el tomate en conserva y el
riquísimo escabeche de bonito, para lo cual era necesario llevar un
plato o tazón si queríamos que nos echaran el "caldillo".
Don Benito Pérez Galdós pago con el mote
de "garbancero" su fascinación por estos comercios de ultramarinos. En
palabras de Máximo, protagonista de su novela El amigo Manso, en
el capítulo veintiuno nos dice: "Siempre que pasaba por la Corredera y
por la tienda de que soy parroquiano se me iban los ojos al gran saco de
garbanzos colocado en la puerta, y no por verlos crudos se me antojaban
menos sabrosos”.
Posiblemente don Benito también se sintió
fascinado —sí desde luego el que suscribe— por aquellas vistosas y
pintureras latas de carne de membrillo, utilizadas luego en casi todas
las casas como cajas de costura o para guardar fotografías o tarjetas
postales; por las sardinas de cuba —¡qué ricas!—, perfectamente
distribuidas y alineadas en sus barricas; por las cajas de galletas
surtidas, con sus papeles de "platilla"; por las tabletas de chocolate,
que siempre iban acompañadas de cromos para nuestras colecciones
infantiles, y —¡cómo no!— por aquellos inmensos botellones horizontales
llenos de caramelos.
Muchos son los recuerdos de niñez asociados a
aquellas tiendas de ultramarinos: el mostrador de mármol macizo,
tremendamente alto, que nos impedía ver los secretos que tras él se
encerraba; la balanza de pesar, la máquina de moler café y la caja
registradora, ingeniosos y enormes artefactos para nuestros atónitos
ojos; el terrible espadón de la guillotina para cortar el bacalao, cuya
rapidez y soltura de manejo provocaba en nosotros más de una convulsión;
la pila de papel de estraza sobre el mostrador, con el que hacían unos
envoltorios asombrosamente perfectos, y aquellas bolsas blancas de papel
con la marca de la casa y leyenda: "Valeriano Perucho. Surtidos finos".
De Valeriano Perucho, que era el tendero de
mi madre, recuerdo su carácter bonachón y su aspecto orondo y pulcro,
siempre con un inmenso mandil blanco hasta los pies y un lapicero en la
oreja, con el que hacía las cuentas más rápidas que yo he visto en mi
vida, de común anotadas en los mismos paquetes.
La Cámara de Industria y Comercio censó en el
año 1988 treinta comercios de ultramarinos tradicionales, con sus
clásicas fachadas de madera con cuarterones, aquí en Madrid. Hoy,
seguramente, son algunos menos.
INDICE LOS SERENOS
Nació el cuerpo de serenos el 12 de abril
de 1765, reinando Carlos III, pero no se implantó totalmente en Madrid
hasta 1797, al mismo tiempo que se nombraba a don Esteban Dolz de
Castellar "cabezón" o jefe de serenos.
Para optar al cuerpo se exigía robustez,
agilidad, cinco pies como mínimo de estatura, no ser menor de veinte
años ni mayor de cuarenta, tener clara la voz, saber leer y escribir,
ser de conducta intachable y jurar adhesión al Gobierno Real de S.M.
En los primeros tiempos, el Ayuntamiento
les proporcionaba el llamado uniforme de gala: uno de verano,
consistente en levita de paño fuerte con cuello rojo, y otro de
invierno, que incorporaba una esclavina larga. Se tocaban también con un
sombrero de charol de media chistera. El uniforme habitual, estampa
castiza que se pudo contemplar durante muchos años, se componía
simplemente de bata gris, gorra y amplio cinturón de cuero para sujetar
el manojo de llaves, con el acompañamiento del chuzo (palo de madera con
pica de hierro en la punta), sustituido luego por una simple porra de
madera, del farol y del pito.
Su principal misión, con carácter de agente
de la autoridad, era "rondar de noche por las calles que constituyen su
vereda, velando por la seguridad de las personas y las cosas". Estaban
obligados además a abrir los portales a los vecinos olvidadizos y a dar
la hora, expresando el estado del tiempo según su buen saber y entender:
"¡Las cuatro en punto y lloviendo!"
Con los años, los serenos se fueron
convirtiendo en los reyes de la noche, cada uno en la calle o calles que
tenían encomendadas, y a las labores reglamentarias añadieron por su
cuenta la de auxiliar a los desvalidos, ser confidentes de noctámbulos,
recaderos de botica, conciliadores en pendencias amorosas o riñas
conyugales, celadores del sueño y, si fuera menester, actuar de
"comadrones".
Siempre se aseguró que la mayoría de los
serenos de Madrid eran de la localidad asturiana de Cangas de Narcea y,
el resto, de Orense. Sí es cierto que muchos tenían el inconfundible
acento asturiano —de esa procedencia era el de la Corredera, y también
el de Fuencarral y Churruca—, y que a la hora de jubilarse siempre
buscaban como sustituto a un pariente o paisano de confianza, con lo que
el monopolio para esta casta quedaba asegurado.
—¡Sereno...!
—¡Va!
Durante mucho tiempo, el reclamo y la
respuesta se convirtieron en el sonido de la noche de Madrid, junto con
el golpear rítmico y acompasado del chuzo contra el suelo, sonido que
inspiraba confianza.
En 1955 se introdujeron algunos cambios en la
vestimenta, como la sustitución del guardapolvo por un capote gris. Y
dejaron de cantar las horas y el tiempo.
De las propinas generosas de los
madrileños vivieron los serenos, que nunca tuvieron garantías sociales
ni sueldo fijo. Pero alguien, en 1976, se empeño en una lucha imposible
para conseguir que formaran parte de la plantilla del Ayuntamiento como
vigilantes nocturnos, tratando así de solucionar su precaria situación.
Lo único que consiguió fue provocar su desaparición.
En 1986, de nuevo el Ayuntamiento hizo volver
los serenos a las calles del centro de la ciudad, en plan experimental,
provistos de transmisor, silbato, porra de goma y spray defensor; pero
fue el canto del cisne, ya que eran otros tiempos y la noche necesitaba
de otros sistemas y de otro tipo de vigilantes distintos a esas figuras
nostálgicas y románticas de los serenos.
—¡Sereno...!
Desde la Corredera Alta de San Pablo a
San Bernardo, va esta calle, que ya aparece en el plano de Texeira de
1656 con el nombre de Cruz del Espíritu Santo. Dicho nombre se debió a
que en un lugar de esta calle, en tiempos del Felipe III, vivían
hacinadas en casuchas gentes de mal vivir, entre ellos algunos moriscos.
Un día, tercero de Pascua, cayó sobre las viviendas un rayo, sin llover
ni haber tormenta, que las redujo a cenizas y acabó con varios de sus
moradores. Se vio en el hecho un signo de la voluntad de Dios, y en su
recuerdo se erigió una cruz de piedra con una paloma en su centro,
representando al Espíritu Santo. Al parecer, la cruz se conservó hasta
1820.
También se cuenta, que una noche, allá por
1639, Felipe IV, acompañado de don Luis de Haro y don Agustín Mejía
trataron de espiar a ciertos cortesanos que se reunían a conspirar en el
palacio de Monteleón (en la actual plaza del Dos de Mayo), y que a la
vuelta, cuando se dirigían a una mancebía en la calle del Espíritu
Santo, fueron atacados por unos espadachines, sin duda comprados por los
propios desleales. El rey sufrió una terrible estocada, cuya rápida
curación se atribuyó a la intercesión milagrosa de la Virgen de
Maravillas.
Durante años, los primeros tramos de la
castiza calle del Espíritu Santo y el final de la Corredera, se
convertían a diario en mercado bullanguero de frutas, verduras, carnes y
pescados al aire libre. En 1835 se construyó un mercado de madera junto
a la iglesia de San Ildefonso —el primero cubierto que se hizo en
Madrid—, pero su reducido tamaño resultó insuficiente y continuó el
mercado callejero. Desde la calle de San Andrés hasta la Corredera había
cinco o seis tiendas de ultramarinos, unas siete pescaderías, otras
cinco o seis carnicerías, pollerías… Todos sacaban los puestos a la
misma calle.
El griterío y el bullicio proseguían los
domingos, pues en un pequeño ensanche en la desembocadura de la calle de
San Andrés con la del Espíritu Santo —el mismo decorado pero con
distintos actuantes—, se instalaba el Rastrillo de Maravillas, miniatura
del Rastro madrileño, y cuya importancia y espacio aumentó cuando, en
1923, al ser derribadas unas casas al final de la calle del Tesoro, se
formó la actual placita. Su nombre primero fue plaza del Espíritu Santo,
aunque los vecinos se empeñaban en llamarla plaza del Rastrillo, y en
1969 se cambió por el nombre de Juan Pujol, periodista murciano,
director de Informaciones y fundador del diario Madrid, Y para muchos
jóvenes fue durante años y es plaza del Madroño, por un bar allí
existente.
Al Rastrillo iban a parar todos los
utensilios, muebles, ropas y cachivaches averiados con el tiempo,
castigados por la fortuna o, acaso —de esto nunca falta—, substraídos
por el ingenio o por la fuerza a sus dueños. Allí, comerciantes y
artesanos de todo tipo —no faltaban tampoco las fritangas de gallinejas y
las vendedoras de callos— instalaban sus tinglados para ofrecer sus
mercancías o sus diversas mañas y destrezas: quincalleros, chamarileros,
traperos y ropavejeros, guarnicioneros, latoneros y hojalateros,
cuberos, pañeros, esparteros, alfareros, lañadores y, también,
colchoneros, que se ofrecían para arreglar somieres o varear la lana.
El personal, todos en busca de alguna ganga o chiripa, era abigarrado y heterogéneo: vecinos del barrio y de los alrededores, curiosos, mirones, isidros,
castizos, despistados y algún comprador de lotes al por mayor; junto
con los vendedores, enfrascados todos, con su hablar chulesco, en el
ritual del regateo y del cambalache, nos parecerían hoy personajes de
sainete o de zarzuela.
En el año 1968, tras la construcción del
mercado de Barceló y el derribo del mercado de madera de San Ildefonso,
fue prohibida la instalación de los puestos ambulantes. El Rastrillo,
aunque siguió poniéndose durante algún tiempo, poco a poco fue
languideciendo.
Hoy, la calle Espíritu Santo forma parte del
entramado madrileño de callejuelas típicas, en el que se mezclan los
locales afines a la movida malasañera con otros comercios casi
centenarios.
Entre los nuevos, destacamos el Centro
Hare Krishna, en el número 19, en el que se puede comer alimentos
vegetarianos por poco dinero; la Tetera de la Abuela, en el nº 19; la
bocadillería El Burgado, en el 40, y varios comercios de ropa,
zapaterías y algún bar, taberna o cafetería.
Quedan aún muchos antiguos —no sabemos hasta
cuándo— conviviendo en perfecta armonía, como la Almoneda La Madrileña,
en el nº 1; la Perfumería Porras, en el 4; la pastelería Horno
Diadema, en el 6, que lleva ahí desde los años 20 y la abrió un
pastelero que hacía los mejores borrachos de Madrid y tenía por cliente
al rey Alfonso XIII; Pollerías Herrero, en el 7, esquina a la calle de
la Madera; una churrería —¡qué pocas van quedando en el barrio!—, en el
8; un viejo estanco, en el 14; una pescadería, en el 18; una frutería y
verdulería, en el 22; el bar del numero 26, con varios nombres y dueños a
lo largo de los años, en el rincón que forma el ensanche de la placita
de Juan Pujol, y que saca mesas a la calle con un letrero que reza: "No
fumen porros en la terraza"; una papelería con imprenta y una
salchichería, vecinos de la anterior, y la farmacia del otro lado
frontero de la plaza.
Y otros desaparecieron, como la histórica
Tahona del Mico y el comercio de tejidos y ropa de cama y mesa Aguirre,
ambos en las esquinas con la Corredera; una pequeña papelería en número
3, ahora en nuevo menester, cuyos dueños actuales han tenido el
acierto, como en otros varios locales —tendría que cundir el ejemplo—,
de conservar la antigua fachada; la zapatería y alpargatería del nº 11,
esquina a la calle de Jesús del Valle; la antiquísima ferretería en la
otra esquina de esta misma calle, que tuvimos la suerte de ver
inmortalizada en una serie televisiva; el bar Encarnación y una antigua
imprenta, donde se dice que Pablo Iglesias imprimía clandestinamente sus
panfletos en los primeros años del socialismo, en el 17, en un edificio
que se cayó de viejo y no fue reconstruido, justo en la plaza de Juan
Pujol; la pescadería La Ría de Arosa, en el 28, abierta en 1932; Radio
Gorines, en el 30, pequeño establecimiento de reparación de radios y de
suministros eléctricos inaugurado en 1927; el Cine Dos de Mayo, de
sesión continua, en el 32, que acabó sus días por culpa de un incendio, y
la tienda de ultramarinos esquina con la calle de Santa Lucía, en un
edificio ahora rehabilitado que llama poderosamente la atención por su
rabioso color azul.
El tramo final de esta calle, desde la de
Santa Lucia a la de San Bernardo, con fuerte pendiente de bajada y casi
nulo movimiento comercial, a diferencia de lo que ocurre en la primera
parte, está dominado en su totalidad en la acera derecha por las tapias y
muros del palacio de Parcent, que tiene su entrada principal por San
Bernardo.
En el comienzo de la calle de San Andrés,
frente a la plaza de Juan Pujol, se pueden contemplar un buen número de
zapatillas colgadas de los cables del alumbrado público. Es el
"shoefiti", término con el que se designa esta moda para muchos extraña
que nació en barrios marginales de grandes ciudades de Estados Unidos, y
que servía para señalizar las zonas donde se podía encontrar
determinada clase de droga y también los lugares donde se había
producido algún asesinato, normalmente relacionado con enfrentamientos
entre bandas rivales.
Hace tiempo que en Malasaña ha cundido
esta práctica gamberra. Hay calzado colgado en los tendidos de numerosas
calles, algunos con inscripciones, nombres o mensajes escritos en las
suelas, y al parecer nada tienen que ver con las indicaciones
estadounidenses. Más bien se trata de una especie de grafiti aéreo.
En el portal del número 23 se encontró muerto
por sobredosis, el 17 de noviembre de 1999, a Enrique Urquijo,
cantante, compositor y líder del grupo musical Los Secretos. Junto a sus
hermanos fue personaje clave de la movida musical de los 80, que tuvo
como epicentro a Malasaña. Los temas que compuso forman parte de la
memoria cultural de varias generaciones de españoles.
INDICE CALLE DE POZAS
Esta calle, entre la del Pez y la del
Espíritu Santo, toma su nombre de las cinco pozas para el riego de una
hacienda que por este paraje tenía el eclesiástico don Diego Enríquez,
de noble linaje. También disponía la posesión de una fuente de finísimas
aguas (no en vano la parte final y más ancha de la calle del Pez se
llamó hasta finales del XVIII de la Fuente del Cura) con diferentes
juegos de surtidores, que se mostraban al público en el día de San Juan.
Al trasladar Felipe II la corte a Madrid, el
ayuntamiento de la Villa compro y urbanizó estos terrenos, al parecer
con poco presupuesto, ya que no se hizo ningún desmonte y la calle, como
todas las aledañas, se muestra gibosa y presenta fuertes subidas y
bajadas en su rasante.
A la calle de Pozas da la parte trasera,
concretamente los jardines, del palacio de los Bauer (con entrada por
San Bernardo), familia de banqueros judíos que fueron representantes en
España de la Banca Rothschild hasta el crac financiero de 1929.
Actualmente es sede de la Escuela Superior de Canto.
Y abre desde principios de 2010, en lo que
fue sede y dispensario médico de la Primera Asamblea de la Cruz Roja de
Madrid, y luego Cruz Roja de la Juventud, el Centro Pozas 14, un nuevo
espacio cultural y social puesto en marcha por la institución
humanitaria. Su objetivo es el de convertirse en un lugar de encuentro
para los vecinos del barrio. En sus más de 2.000 metros cuadrados,
distribuidos en cinco plantas, hay lugar para las exposiciones, la
atención al inmigrante, actividades para niños, jóvenes y personas
mayores, además de un espacio para el voluntariado. El edificio cuenta
además con una cafetería y un par de terrazas, con espectaculares vistas
de la zona.
A mitad de la calle se abre una travesía del
mismo nombre que permite asomarse a San Bernardo, justamente a la
antigua Universidad Central, que convirtió estas calles en el siglo XIX y
hasta la construcción de la Ciudad Universitaria por la zona de Moncloa
en un barrio de letras. No es casualidad, por lo tanto, que en el
número 12 de la calle Pozas estuviera la imprenta La Giralda, de donde
salieron las obras de Benito Pérez Galdós. Unos años después, en los
treinta, hubo otra famosa casa de libros en la calle, la librería El
Estudiante.
En el número 18 hay una placa donde se lee
que allí murió Miguel Morayta Sagrario, catedrático de Historia en la
Universidad y adalid de las libertades estudiantiles. Republicano,
anticlerical infatigable y masón, perteneció al grupo de profesores
expulsados en 1865 durante los sucesos conocidos como la Noche de San
Daniel, en la que la guardia civil cargó con virulencia inusitada sobre
los estudiantes y el pueblo madrileño, que se manifestaba en contra de
la toma de posesión como rector del marqués de Zafra, sustituto
designado del rector Montalván, que había dimitido por negarse a privar
de su cátedra a Emilio Castelar.
Casi nulo ambiente comercial tiene en la
actualidad la calle de Pozas, en la que sólo destacamos el bar Ferrero,
en el número 3, que mantiene su clientela vecinal por su cercanía a la
bulliciosa calle del Pez. Esquina a esta calle desapareció
—incomprensiblemente por el negocio que se le juzgaba— una apreciadísima
tienda especializada en objetos de latón, un local "de culto" para los
que amamos estos comercios antiguos, y cuya pérdida supuso para el que
subscribe un terrible disgusto. Lo malo es que va siendo práctica casi
habitual. Debería decretarse una ley que amparase a estos locales, o al
menos que obligara a mantener y restaurar su aspecto exterior —y si
merece la pena, el interior— aunque cambiara de dueño o de actividad.
INDICE CALLE DE MINAS
Por la fuerte pendiente de esta calle,
cuya numeración empieza en la del Pez y acaba en la del Espíritu Santo,
discurría antiguamente el arroyo Matalobos, cercano ya al bosque de
Amaniel. Y había un puente que lo cruzaba, que en tiempos de Pedro I,
rey de Castilla y León, fue derribado por las tropas de su hermano
bastardo don Enrique cuando bloquearon la villa de Madrid, que se
mantuvo fiel a su rey, en las luchas fratricidas por usurparle la
corona.
Todo concluyó en la noche del 23 de marzo de
1369, cerca del castillo de Montiel (C. Real), cuando Pedro I, tras ser
derrotado, acudió a la tienda de don Enrique con el propósito de
entablar negociaciones. Allí, alevosamente, fue asesinado. Con Enrique
empezaría a reinar en el trono castellano-leonés la nueva dinastía de
los Trastámara.
Y al parecer, bajo los arcos del derruido
puente, quedaron al descubierto tres minas que servían de refugio a un
grupo de malhechores que asaltaban a los caminantes. éste fue el origen
del nombre de esta calle que por aquí, pasados los años, fue trazada.
Como todas las aledañas, la calle de la Minas
se mantiene como un rincón escondido por el que se haya anclado el
tiempo. No parece Madrid, o al menos el Madrid bullicioso de las tan
cercanas San Bernardo o la Gran Vía. Pero sí ha sufrido el cierre de
muchos de sus locales tradicionales, de tal manera que se está quedando
prácticamente sin tiendas.
Desaparecieron, entre otras: La Dalia, un
herbolario muy popular, en la esquina con la calle del Pez; La
sastrería Falagán, en el número 6; una tahona, en el 12, y Casa ángel,
una taberna de las de siempre en donde se comía muy barato, en el 18,
esquina a la calle del Tesoro.
Resisten: una peluquería de caballeros y un
bar, en el nº 1; una frutería, en el nº 5, y una ferretería
especializada en pequeños electrodomésticos, en el 4.
INDICE CALLE DEL TESORO
Esta calle, de fuerte pendiente, empieza
en la plaza de Juan Pujol y termina en la de Pozas. En el plano de
Texeira de 1656, el tramo entre Santa Lucía y Pozas aparece con el
nombre de Buena Viña.
Se dice que en tiempos de Felipe VI, cavando
las zanjas para los cimientos de unas casas, se descubrió un inmenso
pozo, y en él unas vasijas de barro repletas de blancas de a ocho
dineros, moneda de tiempos del reinado de Juan I, y que por esta razón
fue llamada del Tesoro la calle.
Existió hasta el siglo XIX otra calle del
Tesoro en Madrid, junto al Palacio Real, derribada junto con otras del
entorno en tiempos del reinado de José Bonaparte, para construir la
plaza de Oriente, aunque ésta no se concluiría hasta 1841, con Isabel
II. Se llamaba así porque allí estuvo, junto al antiguo Alcázar, la Casa
del Tesoro, primitivo Ministerio de Hacienda con los Austrias. Mientras
existió, a la calle que nos ocupa se le llamó del Tesoro Alto.
Escasamente comercial, apenas hay locales, y
si los hubo están cerrados, como Casa ángel, ya citada en la reseña de
la calle de Minas, una taberna histórica en donde también se podía
comer.
INDICE CALLE DE CASTO PLASENCIA
Desde la calle de las Minas hasta la del
Marqués de Santa Ana, va ésta que nos ocupa, que antes era denominada
como callejón de las Minas. En 1890 se puso el actual nombre de Casto
Plasencia, pintor que nació en Cañizar (Guadalajara) en 1848 y murió en
Madrid en 1890. Alcanzó gran renombre por su labor decorativa en la
iglesia de San Francisco el Grande, donde son suyas la pintura de la
cúpula sobre la capilla mayor, la bóveda del coro y el gran cuadro en la
capilla de Carlos III, en el que hizo una alegoría de la Orden fundada
por aquel monarca.
Un curioso detalle es que Casto Plasencia
tuvo su estudio en la calle Peninsular (actual de Malasaña), y allí
también vivía Joaquín Dicenta, entonces un chico rubio y travieso que
solía visitar al pintor y posar para él. Y precisamente en ese gran
cuadro, Alegoría de la Orden de Carlos III, hay un angelote rubio que es el retrato del luego futuro dramaturgo.
Se mantiene la calle, como todas sus
aledañas, alejada del mundanal ruido, sin apenas tráfico, y sólo con el
trajín diario de sus vecinos, la mayoría residentes de toda la vida.
INDICE CALLE DEL MARQUÉS DE SANTA ANA
Esta calle, que empieza en la de Pez y
termina en la del Espíritu Santo, junto a la plaza de Juan Pujol,
también de extremada pendiente como todas sus vecinas, era la antigua
del Rubio, personaje muy relacionado con el famoso proceso de las monjas
de San Placido, convento cercano con fachadas a las calles del Pez,
Madera y San Roque, por donde tiene la entrada.
Había por este lugar una finca que pertenecía
a un hombre pelirrojo a quien llamaban el Rubio del Arrabal. Tenía un
hijo, y también un nieto, todos con ese mismo color de pelo.
Era el nieto un muchacho bastante
espabilado, que estudiaba latinidad con el capellán de las benedictinas
de San Plácido, fray Francisco García Calderón, que quedó como tutor
suyo cuando las tierras del abuelo fueron expropiadas para ensanchar la
ciudad por esta zona norte. Fue así, como a la calle por aquí trazada se
la denominó del Rubio.
Fray Francisco puso el caudal que recibió
el menor en renta de pisos y otros efectos, y para que estudiara sin
tocar su patrimonio, le hizo monaguillo del convento. Las monjas decían
de él, por su color bermejo, que era la figura de Judas, afirmando que
por su culpa se hallaban posesas del espíritu maligno. Sí parece que el
muchacho secundaba los tejemanejes de su tutor, cuyos escándalos en
aquel convento dieron lugar a un famoso proceso que condujo al capellán,
a la priora y a varias monjas a la cárcel de la Inquisición de Toledo.
Los hechos ocurrieron en 1627, cuatro años
después de fundado el convento, cuando una de las monjas empezó a
manifestarse en estado de exaltación y arrebato, de tal manera que fray
Francisco la sometió a "especiales" rituales de exorcismo para expulsar
al demonio de su cuerpo. En el mismo estado cayó a los pocos días otra
monja. Luego, la misma priora y fundadora, doña Teresa Valle de la
Cerda, y así hasta veintiséis de las treinta religiosas que lo
habitaban, salvándose las cuatro restantes porque su avanzada edad o sus
pocos atractivos físicos las hacían inmunes a los ataques de Lucifer.
Resulta que las había convencido de que la mejor forma de sacar al
diablo era teniendo relaciones carnales con él, y claro, acabo
trajinándose a todas.
Y no fue el único escándalo en San
Plácido, pues en otro estuvo implicado el mismo rey Felipe IV, prendado
de la belleza de una monja llamada Margarita, con la que mantuvo
relaciones, y que contamos con más amplitud en la reseña que de este
convento hacemos en la calle de San Roque.
Se puso a esta calle el nombre de Marqués de
Santa Ana en 1894, en honor a don Manuel María de Santa Ana, ilustre
periodista nacido en Sevilla en 1820 y fallecido en Madrid en 1894.
Trabajó al principio en el Eco del Comercio, y después de estrenar algunas obras dramáticas, fundó en 1848 varios periódicos: El Diablo Cojuelo, El Guardia Nacional, La Gacetilla, La Postdata y La Correspondencia Confidencial Santa Ana. En 1851 empezó a editar La Correspondencia Autógrafa en la calle de Preciados, y, en 1861, ya con el nombre de Correspondencia de España,
y después de deambular por otras varias sedes, trasladó los talleres y
redacción a la calle del Rubio, esquina a la de Casto Plasencia, donde
permanecieron hasta 1875. En reconocimiento a su prolífica labor
periodística le fue concedido el título de marqués de Santa Ana.
Donde estuvo la redacción y talleres de la Correspondencia de España
se abrió después una imprenta famosa, la de Regino Velasco, popular
personaje que murió trágicamente en la Plaza de Toros de Madrid en 1921,
cuando un toro saltó la barrera y él se encontraba allí como jefe de la
dependencia. Tenía la exclusiva para imprimir todos los carteles y
billetajes de los teatros de Madrid, así como las ediciones de las obras
dramáticas recién estrenadas. Eran famosos sus almanaques de pared que
regalaba como propaganda, en los que colaboraban desinteresadamente
muchos autores. Y durante la Guerra Civil, hubo en esta imprenta, que
continuaron sus sucesores, otra tragedia, pues durante un bombardeo cayó
un obús y murieron muchas personas que allí se habían refugiado,
sepultadas por los escombros.
El relativo esplendor comercial de esta
calle, sobre todo en la parte más cercana a la del Pez, hoy es casi
inexistente. Desapareció en el arranque de la calle, en una casa que por
los años 60 se vino abajo apenas sin avisar, una vieja tienda de
ultramarinos, hoy sustituida por un supermercado. Y enfrente, en la otra
esquina, un comercio de confección especializado en vestidos de novia. E
igualmente, cerró la lechería de V. Zamorano, en el número 1.
En el nº 7 se mantiene la cristalería
Sevaine, y en el 20 tiene su sede la Fundación Raoul Follereau de Amigos
de los Enfermos de Lepra. Follereau fue un escritor francés
(1903-1977), de obra fuertemente impregnada de fervor católico, que
dedicó su vida a la lucha contra esta enfermedad.
INDICE CALLE DE JESÚS DEL VALLE
Va esta calle, con fuerte pendiente de subida, desde la del Pez a la del Espíritu Santo.
En este paraje tenía una quinta de recreo don
Juan López Lazárraga, contador de los Reyes Católicos y fundador de un
convento en Oñate (Guipúzcoa), cuyas religiosas franciscanas le
regalaron una pintura que representaba al Niño Jesús con una cruz a
cuestas y un cordero que le seguía. Un día una monja le vaticinó que la
citada pintura le salvaría de un gran problema y así fue. Lazárraga fue
acusado de ser primo de judío, pero pudo demostrar su limpieza de sangre
y achacó su salvación a la imagen del Niño Jesús, a la que se encomendó
en los días que estuvo con los inquisidores del Santo Oficio. En
agradecimiento, levanto una capillita para que la imagen de la pintura
fuera expuesta al culto público.
Contigua a esa propiedad hubo una hermosa
casa de campo de don Luis Valle de la Cerda, contador mayor del Consejo
de Cruzada, organismo creado en tiempos de Carlos I para gestionar los
ingresos de la bulas concedidas por el Papado (cruzadas, subsidio y
excusado), con el presunto fin de ayudar al Reino en la lucha contra el
infiel y que suponían una importante fuente de financiación del Imperio.
Luego la heredad perteneció a doña Teresa Valle de la Cerda, fundadora
en 1623 y primera priora del cercano convento de San Plácido (entre las
calles de San Roque, Pez y Madera). El caso es que la capillita pasó a
pertenecer a esta segunda finca cuando desapareció la primera, y las
gentes empezaron a llamar a la pequeña ermita de Jesús del Valle. Ese
fue el origen del nombre de la calle que por aquí se trazó. Y ese
cuadro, en un pequeño retablillo, estuvo posteriormente en la esquina
de la calle del Pez durante muchos años, hasta que en 1820 el alcalde
don José Marquina ordenó quitarla como se hizo con otras muchas imágenes
y cruces que adornaban las calles de Madrid.
En el número 10 se encuentra el antiguo
palacio del conde de Bornos, del siglo XVII, propiedad actual de un
descendiente, Fernando Ramírez de Haro Valdés, XV conde de Bornos, conde
de Murillo, grande de España y esposo de Esperanza Aguirre. La casa
palacio es residencia del matrimonio ("Con esos techos tan altos, cuesta
mucho la calefacción y no llego a final de mes"). No hay que confundir
este palacio con otro de la calle del Pez, esquina a la de la Madera,
mandado edificar por María Asunción Ramírez de Haro Crespí de Valldaura,
XI condesa de Bornos, en 1860.
No ha sido nunca la calle de Jesús del Valle
excesivamente comercial, salvo al principio, por la influencia de la del
Pez. Ya no existe la perfumería Basanta, en la esquina a esta calle,
y, en la otra, donde estuvieron unos grandes almacenes de tejidos,
Confecciones Rico, se abre ahora una taberna de amplios vuelos. Y
pegando a ella, un zapatero remendón —de los últimos que van quedando en
Madrid— y la Taberna de la Copla en el antiguo local de Bodegas el
Maño.
Los aragoneses Francisco Martínez y
Antonio Pérez abrieron esta primera Bodega del Maño en torno a 1905, y
luego otras ocho más que funcionaban como una especie de franquicia con
la condición de que vendieran el vino de Cariñena que ellos traían de su
tierra. La única superviviente de todas ellas es la de la calle de la
Palma.
En la Taberna de la Copla se conservan
grandes tinajas, viejas máquinas de bombeo para trasegar el vino,
embotelladoras y corcheras de los antiguos propietarios, y además el
local tiene una inquietante historia sucedida en un cafetín aquí
instalado anterior a las tabernas. Es la de Orgaz y Portel, dos amigos,
jóvenes ajedrecistas, que no tenían rival en el barrio, así que
decidieron jugar entre sí para ver cuál era mejor. Sin embargo, la diosa
Caissa, la musa del ajedrez, al ver que los dos jóvenes eran igual de
vanidosos, quiso condenarlos a que ninguno de ellos ganara nunca,
quedando sus partidas siempre en tablas. La desgracia quiso que Portel
muriera en un accidente a caballo cuando se dirigía al cafetín, y Orgaz,
al ver su cuerpo embalsamado, le pudo tal la emoción que un ataque
cardíaco acabó también con su vida.
La leyenda viene porque se dice que
fueron enterrados en las cuevas que había debajo del cafetín junto con
un tablero de ajedrez, y que se siguen oyendo ruidos porque los dos
amigos siguen jugando su eterna partida de ajedrez... que queda siempre
en tablas.
INDICE CALLE DE LA MADERA
De la calle de la Luna a la de Espíritu
Santo va la de la Madera, dividida en Alta y Baja por la calle del Pez
pero con numeración continuada.
Ya aparece con este nombre en el plano de
Texeira de 1556, y el motivo parece que fueron unos grandes corralones
en la parte final, propiedad de doña Catalina de La Cerda, duquesa de
Medinaceli, destinados a almacenar madera cortada en Valsaín y en otros
lugares de los alrededores de Madrid, material entonces indispensable
para la construcción de edificios.
En la primera parte de la calle hubo asimismo
almacenes de madera, y en uno de ellos los benedictinos levantaron en
1619 la capilla de San Plácido, y luego, en 1623, gracias a doña Teresa
Valle de la Cerda, que fue también su primera priora, el convento de ese
nombre, con fachadas a las calles de la Madera, Pez y San Roque, por
donde tiene la entrada.
Donde hoy se levanta la sede del
Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), estuvo
la redacción y talleres de El País, periódico de tendencia
republicana, de finales del XIX y principios de XX, distinto del actual
del mismo nombre. Y luego la del diario La Libertad y posteriormente de Informaciones.
Pero antes se levanto allí, por la época de la revolución que destronó a
Isabel II, el teatro Calderón de la Barca, donde se estrenó a finales
de 1870 la zarzuela bufa Macarronini I, en la que se
caricaturizaba al electo rey de España Amadeo I. Una noche irrumpió en
la representación la tristemente célebre Partida de la Porra, grupo
ultra dirigido por el empresario teatral Felipe Ducazal en connivencia
con la policía, que ejercía contundentemente batidas de represión
(jarabe de palo, en plan castizo) contra partidarios del republicanismo.
La vida de este teatro fue muy corta, y al poco tiempo se convirtió
durante unos años en capilla evangélica.
Pero la intensa trayectoria de los terrenos
donde hoy se levanta el IDAE, no acaban aquí, pues en ellos mucho antes
se encontraba la casa de don Jerónimo de Barrionuevo, protonotario de
Aragón y novio frustrado de doña Teresa Valle de la Cerda, la fundadora
de San Plácido. En esta casa se reunían importantes personajes de la
corte como el conde-duque de Olivares e incluso hasta el mismo rey
Felipe IV, quien, habiendo allí oído comentar la belleza de una monja de
San Plácido llamada Margarita, se quedó prendado de ella y con ayuda de
Barrionuevo y a través de una comunicación secreta con el convento la
visitaba y mantenía relaciones carnales. Fue un escándalo tremendo,
entre otros más que sucedieron en San Plácido, y que contamos con más
amplitud en la reseña que de este convento hacemos en la calle de San
Roque.
En el número 17 se encuentra Cáritas
Diocesana de Madrid del Arciprestazgo de Santa Bárbara, que agrupa a
las parroquias de la zona. La capital es también una ciudad de pobres.
Bajo las espesas alfombras de la opulencia malviven miles de personas
sin hogar, ancianos solos con pagas de miseria, familias con múltiples
problemas, multitud de parados, jóvenes e inmigrantes ahogados por la
precariedad… Mucho es lo que hay que resolver.
En la esquinas de Madera Alta con la calle de
Pez se encuentra el Teatro Alfil, que antes fue cine, y el palacio que
doña María Asunción Ramírez de Haro Crespí de Valldaura, XI condesa de
Bornos, mandó edificar en 1860, hoy rehabilitado como edificio de
pisos y apartamentos. Del mismo arquitecto, Wenceslao Gaviña, es el
magnífico edificio de vivienda adyacente en la calle de la Madera.
En el número 26 vivió el compositor Luigi Boccherini, que compuso durante su estancia su ópera La Clementina,
según recuerda una lápida colocada en la fachada, también Cánovas del
Castillo una temporada, y se cree que lo hizo asimismo durante alguna
época —al menos, en el 26 de entonces— Francisco de Quevedo. Sí que fue
sede por breve espacio de tiempo del Círculo de Bellas Artes.
En el 27, estuvo clandestinamente el Aparato de Propaganda del Movimiento Comunista de España, desarticulado en abril de 1975.
La vieja casona, esquina a la calle de
Don Felipe, fue propiedad de doña María del Pilar Osorio y Gutiérrez de
los Ríos, 3ª duquesa de Fernán Núñez y dama de honor de Isabel II, algo
así como la tatarabuela de Tamara Falcó, que allí tenía las cocheras de
carruajes y viviendas de alquiler, cuyos vecinos tenían el privilegio de
no pagar el consumo de agua. Luego fue almacén de frutas y garaje de
las camionetas de reparto. Y ahora, restaurada y elevada en altura, es
un edificio de pisos y apartamentos.
En cuanto a los comercios y oficios de toda
la vida, algunos siguen resistiendo, como la zapatería Penalva, esquina a
la calle del Pez, en los bajos del convento de San Plácido,
especializada en zapatos para niños.
Varios, que siguen la tradición de la
madera: en el número 20 una casa que corta a medida tableros y
aglomerados; en el 31, otro local especializado en puertas, gradenes,
frisos y molduras, y carpinterías en el 34 (en un sótano abovedado) y en
el 43.
Se mantienen igualmente: el taller de
encuadernación Frisa, en el nº 31, con muchos años de funcionamiento, al
menos desde 1917; una tienda de material eléctrico, en el 33, esquina a
la calle del Escorial, y un broncista niquelador, en el 51, con el
taller abierto en 1875.
Y mención especial para la taberna Casa
Julio, en el nº 37, abierta en 1921 y que, pese a que ha sido reformada
conserva su sabor añejo. Dicen que preparan una de las mejores croquetas
de la capital. El encanto de lugar atrapó a visitantes tan ilustres
como José Saramago —tuvo un piso en la calle de la Madera— o los
componentes del conjunto musical irlandés U2 cuando en Madrid dieron un
concierto, de tal manera que se ha convertido en un local fetiche para
los seguidores de este grupo.
Desaparecieron, entre otros: REFISA, anagrama
de Reproducción Fotográfica Industrial S. A., en el número 13, que allá
por los años 40, además de hacer fotografía industrial, propaganda
cinematográfica, estampería y reproducciones artísticas, inventaban un
sistema rápido y económico para hacer carnés fotográficos
infalsificables —Franco planeaba por entonces imponer el DNI como manera
de control de los españolitos—, y pugnaban por quedarse con la
exclusiva.
Y también, en el 36, una enorme fábrica
de pan de la que salía por los años 50 buena parte del pan que se
consumía en Madrid, y, en el 43, la Lechería Martín, cuya fachada y
rótulo ha tenido a bien el nuevo propietario conservarlos, a pesar de
dedicarse a otro menester.
INDICE CALLE DEL MOLINO DE VIENTO
Esta calle sube en empinada cuesta desde
la plaza de Carlos Cambronero, que a su vez arranca en la calle del Pez,
hasta la de Don Felipe.
La plaza de Carlos Cambronero es sólo un
ensanche que se formó por el derribo de unas casas en la parte derecha
de la calle, que inicialmente comenzaba en la del Pez. Carlos Cambronero
(1849-1913) dedicó toda su vida al estudio de Madrid, fue director de
la Biblioteca Municipal, y entre otros escritos, publicó en 1889, con la
colaboración de Hilario Peñasco, Las calles de Madrid.
Estos terrenos, como los de las calles
inmediatas (ver, preferentemente, la de Jesús del Valle), pertenecían en
1600 a don Luis Valle de la Cerda, contador mayor del Consejo de
Cruzada, y aquí había un molino de viento con dos enormes aspas en un
pequeño promontorio que se mantiene, provocando una joroba en el rasante
de la calle. La hacienda fue heredada por doña Teresa Valle de la
Cerda, fundadora y primera priora del convento de San Plácido, quien la
vendió para los gastos de esa fundación.
En la plaza de Carlos Cambronero, esquina a
Pez, se encuentra el bar Palentino, que aguanta sin modificaciones el
paso del tiempo. Su clientela cambia según las horas: en las de luz es
familiar, de barrio, con consumos de café o chocolate con churros,
vinitos, cañas y vermut; por las noches, sin embargo, abierto hasta las
tantas, se abarrota de gente joven y dan de beber a un precio más que
razonable. Un garito elevado al mito por el grupo Siniestro Total al
incluirlo en una de sus canciones:
Al fondo de la plaza, abre un espacio
todoterreno (bar, cafetería, restaurante), con la terraza con más
pendiente de Madrid. Y si subimos cuesta arriba por Molino de Viento, ya
sólo encontramos locales cerrados.
INDICE CALLE DE DON FELIPE
Baja esta calle, fuertemente empinada,
desde la plaza de San Ildefonso a la calle de la Madera. En el plano de
Texeira de 1656 aparece con el nombre de calle del Rosario, pero
después ha prevalecido la designación popular, que se refiere a don
Felipe de Acuña, que aquí tenía su vivienda.
Era don Felipe de Acuña famoso en Madrid por
sus genialidades y por ser alcalde de Casa y Rastro, cargo ejercido por
magistrados que seguían al rey en sus jornadas de importancia y tenían
jurisdicción por donde iban.
Se cuenta de él que en cierta ocasión
reprendió con severidad a uno de los criados, que se había olvidado de
ponerle una vela junto a su cama. Irritado éste, comentó en voz alta
"¡Tanto leer, tanto leer, y cada día es más burro, pues para dictar
sentencia necesita preguntar a todo el mundo y volver loco al
escribano!". Los demás criados temieron la indignación del magistrado;
pero éste, sereno, aunque con intención aparente de asestarle un
bastonazo, empezó pronto a dar grandes carcajadas y repuso: "Tiene
razón. Después de todo, ha dicho la verdad".
Y también, que en el momento de otorgar
testamento, cuando el notario le pregunto si dejaba algo para los
criados, le respondió "que les dejaba el perdón de lo que les había
hurtado".
Murió don Felipe en 1646, y fue enterrado en
la iglesia de Maravillas, en la segunda capilla de la izquierda,
dedicada entonces a San Sebastián.
De la calle de Don Felipe, escasamente
comercial, desapareció el recordado Mesón Don Felipe, esquina a Molino
de Viento. Y permanecen Pescados Blas, en el 2, con venta al por mayor,
y, al margen de las conocidas franquicias del sector hoy en día tan en
boga, la Clínica Dental San Ildefonso, esquina a la plaza de ese mismo
nombre.
INDICE CALLE DEL ESCORIAL
Con fuerte rampa de bajada, va esta calle desde la Corredera Baja de San Pablo a la de Jesús del Valle.
La primera casa que se levantó por este lugar
fue la del secretario de Felipe II, el clérigo Mateo Vázquez, quien
decía al rey que desde sus balcones divisaba El Escorial. Este
comentario, sin lugar a dudas exagerado y pelota, dio nombre a la futura
calle, que en tiempos de Felipe IV estaba ya totalmente edificada.
Mateo Vázquez ejerció una enorme
influencia en las decisiones de Felipe II, convirtiéndose en uno de sus
más estrechos colaboradores. Su rivalidad con el también secretario
Antonio Pérez y Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de éboli, le llevó a
intrigar en su contra, siendo uno de los que hicieron estallar el
escándalo que provocó el encarcelamiento de Pérez y el destierro de la
princesa.
Y este Mateo Vázquez, al parecer compañero de
estudios en Sevilla de Cervantes, fue a quien el Príncipe de los
Ingenios, ya manco y cautivo en Argel, escribió la polémica Epístola a
Mateo Vázquez, una larga misiva en tercetos en la que relataba sus
calamidades, su angustiosa situación y le pedía ayuda para salir de
allí. Nunca hubo respuesta.
La famosa misiva ha sido considerada por
el cervantismo como una clara falsificación realizada por Adolfo de
Castro y Rossi (1823-1898), polígrafo, erudito y escritor polémico de
otras falsificaciones. Pero nunca ha estado clara la autoría, y ahora,
el profesor José Luis Gonzalo Sánchez-Molero reabre la controversia al
considerar su autenticidad como obra cervantina.
En la calle del Escorial vivía María Beano,
novia del capitán Pedro Velarde, héroe en el Parque de Artillería de
Monteleón del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808. Murió de
herida de bala en el pecho cuando desde su casa se dirigía al encuentro
de su amado, en aquel glorioso día.
Quedan en la calle del Escorial locales
tradicionales, como Casa Fidel, en el número 6, un restaurante de comida
casera, renovado, pero conservando la esencia de su antiguo dueño, como
es buena muestra las mesas con hules de colores. Y también una tienda
de material eléctrico, esquina a la calle de la Madera, y una
carpintería en el nº 28
Sucumbieron, entre otros: la cerrajería de M.
Guerra, en el 18, y una tienda de frutas y una carpintería, ambas de la
misma familia, en el 4.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario